Romance de Navidad

Opinión
/ 24 diciembre 2024

Alegrémonos, hermanos, y cantemos alabanzas, que Dios está con nosotros; por siempre nos acompaña

Noche clara de Belén, nochecita de montaña. En el cielo las estrellas y en las estrellas el alma.

“Pastor de lunas, pastor, acércate a la fogata. Tus rebaños están quietos paciendo yerba de plata. Ven a comer nuestro pan y a beber nuestra agua clara”.

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¡Qué noche tan silenciosa con la promesa del alba! ¡Qué vientecillo travieso! ¡Qué luna maravillada! ¡Qué resplandor en el fuego! En el corazón ¡qué calma! ¡Cuánta blancura en la nieve! ¡Cuánta luz en las miradas! En el cielo las estrellas y en las estrellas el alma...

Y de súbito un lucero que por Oriente llegaba como incendiando los cielos en regocijo de llamas.

-Hermano, ¿qué es esto? ¡Mira!

-No sé, que nunca mirara una luz con tanta luz ni una blancura tan blanca.

Y después un canto, canto que en el viento resonaba.

-Hermano, ¿qué se oye? Di: ¿qué esa música vaga?

-Son los ángeles, pastor. Son mil ángeles que cantan gloria a Dios en las alturas y paz a todas las almas. Pastores: id a Belén. En una humilde morada veréis a una Virgen pura más bella que la alborada, y veréis a San José, y, acostadito en la paja, al Niño Dios, que ha nacido para salvar a las almas.

-¡Vamos! −dicen los pastores. Y todos se apresuraban.

Pero ¿quién se quedará? ¿Quién los rebaños cuidará? Yo, por ser el más pequeño y el más humilde en la casa. Y todos van al portal, y solo yo me quedaba. ¡Cómo brillaba el lucero en cada una de mis lágrimas! En el cielo las estrellas y en las estrellas el alma...

Y después, cuando volvieron, ¡qué maravillas contaban! Aquel portal lleno de ángeles; el buey, la mulita mansa, y las canciones de dicha, y aquellas alegres danzas, y el Niño que sonreía, y la Virgen que cantaba, y San José que reía... Y yo que triste lloraba, porque nomás yo no vi lo que los otros miraran. Y me fui a llorar muy lejos, donde no vieran mis lágrimas. ¿Por qué yo no pude ir, por qué? Si no me quedara habría visto al Niñito y a la Virgen soberana, en el cielo las estrellas y en las estrellas el alma...

Y de pronto ¡oh maravilla! ¡Un resplandor me rodeaba! Yo no podía creer lo que mis ojos miraban. Junto a mí estaba la Virgen; al Niño en brazos llevaba, y a su lado San José con ternura me miraba. “No llores”, dijo la Virgen. Y con sus manitas blancas como si fuera mi madre las lágrimas me enjugaba. “Supe que estabas muy triste porque el rebaño cuidabas y no viste en el pesebre al Niño Dios, y llorabas porque no fuiste con Él ni le regalaste nada. Pero no estés triste ya. Su regalo son tus lágrimas”. Eso me dijo la Virgen, y luego ¡quién lo soñara! me puso al Niño en los brazos para que yo lo arrullara. En el cielo las estrellas y en las estrellas el alma...

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Otra vez Ella me habló. Dijo: “Mi Niño lloró porque tú llorabas. Quiere que nadie esté triste ni solo como tú estabas. Y por eso, desde hoy, cada año en todas las casas volverá a nacer Jesús en esta misma mañana. Cada año habrá Navidad; se alegrarán vuestras almas, y en ellas el Niño Dios encontrará su morada”.

Alegrémonos, hermanos, y cantemos alabanzas, que Dios está con nosotros; por siempre nos acompaña. Cada Navidad tendremos dicha recién estrenada. Gloria a Dios en las alturas, y a los hombres esperanza. En el cielo las estrellas y en las estrellas el alma.

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