Saltillo: La Escuela de Leyes
Era una casa antigua dividida en dos. Era un pequeño patio en medio del cual crecía un pequeño árbol de chabacano. Eran algunos aposentos, un traspatio, y un jardinillo enteco pintado de verde gris por unas matas mortecinas. Muy cerca de ahí estaba la antañona placita de San Francisco, cuyos viejos árboles conservaban todavía recuerdos del Ateneo viejo. Cercana también, por la calle de Castelar, se hallaba la Penitenciaría del Estado. A sus balcones salían a tomar el sol los presos “considerados”.
Era la Escuela de Leyes. Así se llamaba, simplemente: Escuela de Leyes. Su fundador y patriarca fue el licenciado Francisco García Cárdenas. Hombre tan bueno y sabio como él será difícil encontrar. Padecía un mal crónico de la circulación sanguínea que le causaba en las piernas mucho daño. Al sentarse debía tenerlas extendidas, puestas sobre un banquito hecho de madera de cedro y recia piel. Así, sentado y con las piernas tendidas, nos impartía la lección.
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¡Qué escuela magnífica era aquella! Gozaba de prestigio nacional. Cada maestro era para nosotros como un padre, bondadoso cuando debía serlo, severo cuando era menester encaminar al remiso estudiante a ser mejor. En mi primer año yo veía a aquel eximio claustro como un Olimpo presidido por el omnisciente Júpiter, don Pancho. Seguía en el olímpico escalafón el señor licenciado Antonio Guerra y Castellanos, maestro de Economía, de Derecho Procesal Civil y Práctica Forense. Su incisivo modo de dar la clase, y de tomarla, nos hacía estudiar a fondo.
El licenciado Ernesto Cordero de la Peña era un amabilísimo gigante. Nos miraba con simulada adustez tras sus tupidas cejas, y para llamarnos la atención golpeaba la cubierta del escritorio con el dedo pulgar de su mano de coloso. Aquel golpeteo tenía fragor de tambores wagnerianos. Si algún escolapio se portaba mal, el licenciado Cordero afeaba su conducta con una frase sacramental, la misma siempre:
-¡Qué estupidez y qué imbecilidad! ¡Nobleza obliga!
El licenciado don Arturo Moncada Garza era expositor elocuentísimo. Cada una de sus clases era una lucida conferencia, y a veces un sonoro discurso a cuyo final los estudiantes debíamos resistir el impulso de aplaudir. Discípulo espiritual de Antonio Caso, el licenciado Moncada enriquecía con reflexiones propias las páginas del libro de Sociología escrito por aquel insigne maestro.
Don Margarito Arizpe enseñaba la clase de Contratos. No se quitaba de los labios el eterno cigarro, y hablaba con voz tan queda que apenas se le oía. Sus frases, sin embargo, eran manantial de ciencia: en la modestia de aquel hombre tan bueno estaba oculto el ser de un jurista que conocía el Derecho como pocos y lo vivía íntegramente.
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Hago injusticia al no extenderme en la mención de otros maestros excelentes. El licenciado Antonio Flores Melo, gran penalista. Don Benito Flores, que me enseñó Filosofía del Derecho. Mi inolvidable tío don Alberto Fuentes: no tuve la fortuna de ser su alumno, pero mil cosas aprendí de él en las conversaciones familiares. El licenciado Ruperto García, que nos hacía gustar las arideces del Derecho Mercantil; don Pedro Aguirre Siller, de gran calidad humana, cuya memoria guardo con afecto; el licenciado Pedro Julio García, tan cordial, tan afable; don Joel Müller, mi profesor de Teoría del Estado, y otros magníficos maestros cuyas enseñanzas ya no recibí porque incurrí en la locura de irme a la Capital, dizque a acabar la carrera. No la acabé, y por poco me acabo yo en la desatentada vida de bohemia que ahí empecé a llevar. Bien puedo repetir la frase del poeta: “Si no caí fue porque Dios es bueno”. Regresé como vuelve el hijo pródigo. Otra vez me acogió la noble escuela y en sus aulas pude dar cima a lo empezado. Me enorgullece haber sido alumno de aquella Escuela de Leyes que luego se convirtió en la que es hoy prestigiosa Facultad de Derecho de nuestra Universidad.