Una jardinera de niños

Opinión
/ 7 agosto 2024

En México la historia de los Jardines de Niños es una historia escrita por mujeres. Nombres como los de Rosaura Zapata, Estefanía Castañeda y Micaela Pérez están indisolublemente unidos a una noble tradición educativa relacionada con ese amoroso puente entre el hogar y la escuela, que es el llamado “kinder”.

En Saltillo el nombre de Maruca Peña representó esa tradición. Nadie como ella luchó en épocas difíciles por la creación en todo el Estado de planteles de educación preescolar. De estatura pequeñita, era sin embargo un polvorín cuando se trataba de conseguir algo para sus jardines y para sus educadoras. Más de una vez la vi abrirse paso entre los feroces guaruras del Estado Mayor Presidencial y plantarse delante del Presidente en turno para exigirle −no pedirle− la solución inmediata a sus demandas. A aquellos altos personajes les caía en gracia el desenfado y claridad norteña de la diminuta maestra, y acababan siempre por acceder a sus peticiones en el lugar mismo de los hechos.

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Maruca Peña fue mi “señorita” en el kinder. Asistí al “Apolonio M. Avilés”, sito en una vieja casona de la calle de Juárez que luego fue remozada para dejarla como ahora se ve. Además de la señorita Maruca, impartía ahí el santo sacramento del amor a los niños la señorita Lucha, hija del profesor Carlos Espinoza, que fue luego mi director en la Normal Superior. La señorita Lucha conservó siempre su belleza y distinción. Le divertía que siempre la llamara “señorita Lucha”, como en aquellos años, pese a que casó con mi querido maestro Guillermo Meléndez Mata.

¿Quién sería el titular de la SEP en el tiempo en que estuve en el Avilés? Ni lo recuerdo ni ganas me dan de averiguarlo. Habrá sido Justo Sierra, dirán con presteza mis amigos. El caso es que cerca del kinder merodeaba un perrillo blanco, sin dueño conocido, con el que yo jugaba al salir −a las 12 del mediodía− del Jardín. Verme el tal gozque y correr hacia mí era todo uno. Yo tomaba la chaquetilla que era parte del atuendo escolar y toreaba al perrillo usando como capote aquella prenda que el animalito trataba inútilmente de coger entre los dientes.

Un día que el secretario de Educación visitaba el kinder, me vio el perrito en la valla y acudió a mí, como de costumbre. Haciendo caso omiso de la solemnidad del acto empecé mi faena de costumbre. La señorita Marca iba a ponerme en orden, pero el funcionario le pidió. “Déjelo”. La lidia fue seguida con ojos de buen aficionado por el ilustre visitante. Cuando el perrillo, cansado, se sentó reconociendo mi superioridad de lidiador, sentenció el señor secretario:

-Ese niño va a ser torero.

Escuché sus palabras, y quizá por ellas a lo largo de mi niñez soñé con ser matador de toros. Claro, también quise ser cura y cirquero, pero la fiesta brava me llamaba más. Ninguna de esas tres nobles vocaciones pude realizar. Acabé siendo periodista. Más o menos.

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