¿Tonantzin o Guadalupe? El milagro del Tepeyac
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De acuerdo con la historia generalmente aceptada por el catolicismo, el 12 de diciembre de 1531, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, indígena que en ese tiempo tenía 53 años, buscaba agua para su tío cuando observó al pie del cerro del Tepeyac la visión de una mujer hermosa que lo dirigió a un manantial de agua fresca. Días después, en el mismo lugar, la visión apareció de nuevo ante Juan Diego. Esta vez le pidió que dijera a los eclesiásticos que construyeran una iglesia en su nombre en ese sitio. Juan Diego confiesa el hecho ante el obispo fray Juan de Zumárraga, quien duda de su dicho y le pide como prueba una señal milagrosa, una razón por la cual creerle.
Juan Diego regresa al sitio y le explica a la imagen la incredulidad del Obispo. Ella le pidió al indio recoger unas flores en la cima del cerro para entregarlas al sacerdote. A pesar de que era pleno invierno, encontró unas rosas, las envolvió en su manta y las llevó ante Zumárraga. Al mostrar el contenido, las rosas cayeron, pero en la tela había quedado grabada la imagen de la virgen tal y como Juan Diego dijo que se le había aparecido.
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No quisiera pensar mal, pero este vino a ser un acto de enorme suerte para el imperio español y sus planes de evangelización, que avanzaron con mayor rapidez, y la conversión religiosa de un pueblo que adoraba a dioses considerados paganos: Quetzalcóatl, Tláloc, Huitzilopochtli. De cierto modo, la aparición y culto a la Virgen de Guadalupe significó la fusión de dos culturas, la católica española y la indígena de México, el resultado: somos guadalupanos. Pero muchos años antes de eso, el Tepeyac era el cerro sagrado de la gran diosa madre indígena Tonantzin (que significa “Nuestra Madre”). En el cerro del Tepeyac se construyó una casa, luego una gran iglesia, en honor a la Señora, a quien los españoles llamaban Nuestra Señora de Guadalupe y los indígenas continuaron llamando Tonantzin. Ciertamente, hacia 1556 grandes multitudes de indios y españoles acudían regularmente a honrar a la Señora en el Tepeyac y lo han hecho desde entonces.
Hoy, muchos años después, celebramos con religiosidad el 12 de diciembre como fecha de la aparición de la Virgen. Millones de personas visitan la Basílica en busca de un milagro que dé sentido al vacío de nuestras vidas y que cure enfermedades del cuerpo, pero también del alma.
En esta y en otras iglesias dedicadas en su honor, millones de fieles se reúnen para orar, cantar y bailar en honor a “La Reina de México”. Cientos de réplicas de la imagen de la Virgen de Guadalupe pueden ser encontradas en miles de iglesias en todo el mundo, incluyendo la Catedral de Notre Dame en París.
Pero el milagro de la aparición de la Virgen a Juan Diego ha sufrido embates, algunos de ellos provenientes incluso de quienes fueron guardianes de la fe guadalupana. Tal es el caso del exabad de la Basílica, Guillermo Schulenburg, que en 1996 desató una controversia cuando puso en duda la existencia de Juan Diego y de las apariciones de la Virgen. En una carta enviada al Vaticano, Schulenburg señaló que la existencia de Juan Diego no había quedado demostrada.
El mismo Abad dijo en una entrevista que “la imagen de la Virgen de Guadalupe es producto de una mano indígena y no de un milagro”. A esto se suman los rumores de que la imagen en la manta de Juan Diego había sido obra del pintor azteca Marcos Cipac de Aquino. Investigaciones serias realizadas por expertos científicos, arrojaron como resultado que tras haber examinado la tela, se encontró sulfato de calcio, hollín de pino, así como otros pigmentos elaborados por la mano del hombre.
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Lo que nadie logra explicar es el buen estado de la pintura después casi 500 años. Y es que la fe, como creencia ciega y compulsiva, se opone a cualquier prueba lógica y exige conductas y comportamientos irracionales. La palabra fe deriva del latín fides, que significa confiar. Pero eso parece no importar a millones de mexicanos que veneran a la Virgen Morena. Su imagen ha logrado dar esperanza a un pueblo que hoy más que nunca necesita de un milagro. Quizás como llegó a afirmar Albert Einstein: “Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro”. Este es el milagro del Tepeyac.