Tres cuadros; tres relatos
Por la ventana de la casa campesina veo la huerta arrellanada en la penumbra del amanecer. Los manzanos entregaron ya su último fruto y sus hojas empiezan a pintarse de color sepia, pues se disponen a salir en el retrato del otoño.
Sobre la loma, al otro lado del arroyo, el caserío es como un barco inmóvil en el horizonte. La ropa tendida se agita en el aire recién creado y finge los gallardetes de la nave.
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Se pone claro el cielo. Miro los campos en reposo: cumplida la faena se echan a descansar igual que un manso perro. Termina de bañarse la mañana y sale del baño goteando de rocío. En la copa del más alto pino se vierte el primer rayo de sol.
Dios, que es la vida, esparce una indulgencia plenaria sobre el mundo. Entra por la ventana esa indulgencia y me abraza como una madre a su hijo.
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Tengo frente a mí una copia de Las Meninas de Velázquez. El cuarto en el que escribo es muy pequeño, y quise poner algo que lo hiciera ver más grande.
En Las Meninas, dijo alguien, Velázquez pintó el aire. En ese cuadro está toda la Pintura: la teoría y la técnica, la ciencia, el arte, la forma y el fondo. No es una pintura Las Meninas. Es La Pintura.
En la Galería Nacional de Escocia, en Edinburgh, encontré otro cuadro de Velázquez. Su nombre no es poético –“Mujer friendo huevos”– pero el cuadro es pura poesía. Una mujer se dispone a hacer la comida. Si alguien piensa que eso no es poético es porque no sabe de mujeres, ni de comida ni de poesía. Sobre la mesa hay un plato, y sobre el plato un cuchillo. Entre el cuchillo y el fondo del plato queda un espacio de aire. Es el mismo aire que en Las Meninas pintó Velázquez.
Este pequeño cuadro doméstico del museo de Escocia, aun sin la grandeza de la pintura real que está en el Prado, me enseña una lección: hacer bien las cosas pequeñas tiene el mismo valor que hacer bien las grandes cosas.
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Desde el alto altar Nuestra Señora de la Soledad llora su solitud en Tlaquepaque.
El templo es pequeñito, pero tiene rango de basílica. Ahí me encontré a San Lorenzo cargando la parrilla en que fue asado sin términos medios. Hallé también a San Estanislao, que sólo necesitó vivir 18 años para llegar de Roma al Cielo, empresa nada fácil.
Me conmoví al mirar un cuadro perdido en una nave lateral. Representa el tránsito de San José, que es lo mismo que decir su muerte. Con ternura Jesús toma en los brazos al padre que agoniza. La Virgen le muestra el paraíso, abierto para él porque acató el milagro con limpio corazón. Y atrás –detalle encantador– un solícito angelito ofrece al enfermo un plato con sopa y un pan que, se nota, es de la panadería mexicana.
Esa pintura de pintor de pueblo me dice que no hay separación entre las cosas del cielo y de la tierra. Un ángel que da pan, y una mujer que muestra las alturas son notas del mismo amor, el Amor que está siempre con nosotros.