Un mes fiestero
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De fiesta en fiesta algo te toca. Del día del trabajo, que recuerda una masacre en los Estados Unidos, al día de la madre, del niño, del maestro y del triunfo sobre Francia no llenamos. Mes de los exámenes, de las lluvias, de los brindis, de la risa y los abrazos, si hay oportunidad.
La Batalla de Puebla ilumina los rostros de los chicanos que migraron al país del norte. Recuerdo haber estado en esa celebración en San Diego, California. Era un salón inmenso con no menos de dos mil mexicanos... y todo era patriótico. Se bebía Tecate y muchos brindaban con Margaritas. Los organizadores importaron un tráiler de cerveza. Había mariachis y música norteña que se intercambiaban con bandas sinaloenses. De pronto dos jóvenes empezaron a pedir silencio desde lo alto de una escalera movible. Mentaron la madre a los gringos en inglés y español y se pusieron a quemar dos banderas americanas con un alarido general (prueba contundente de que somos chichimecas). Entraron policías y pidieron a los pirómanos que bajaran. No los castigarían por quemar su emblema, sino que estaba prohibido hacer fuego el interior de un edificio. Los dejaron libres. La euforia era indescriptible. Mis hijos y yo salimos a comer tamales veracruzanos, adentro era imposible hablar o escuchar.
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El Día de las Madres es aparte. El elemento materno es positivo o negativo. La mayor ofensa es para la madre del otro. Los desórdenes son un desmadre. La reunión estuvo a toda madre. ¡Qué madrazo le pegaron! ¡Madre sólo hay una! (y me tocó a mí, dijo el Chino Guerra). ¡Mamasota! (albur pelangoche que ya nadie usa). Celebrar a mamá, si está viva, o recordarla, si murió, es una obligación. El mexicano siente que todo se lo debe a su madre. Y tiene razón. Ser hijo es una especie de destino, de suerte, de ganancia siempre inmerecida, porque uno no puso nada de su parte para ser hijo, simplemente salió del vientre para enfrentar el mundo, guiado por el cariño y el pecho materno.
Los niños son el centro primordial del mes. Son inocentes, todavía no pueden comprender el desbaratado mundo que les vamos a dejar. Más que comida requieren cariño, comprensión, diálogo, atención. Son pequeñas esponjas que todo lo absorben, lo bueno y lo malo. Y esperan de los adultos (padres, maestros, gobernantes) la oportunidad para ser felices. Me decía un ejidatario viejo que su abuelo iba a darles las buenas noches cuando ya estaban acostados y les contaba un cuento, cuento que nunca concluía: “mañana se los terminaré”. O sea que las palabras eran el fundamento de su felicidad. Me refirió varios y todos (lo consulté luego) eran cuentos medievales, claro, modificados, adaptados después de cientos de años.
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¿Y de los maestros? Pues todos los tuvimos. Algunos eran odiosos, otros fueron nuestro refugio, el elemento externo a la familia. En quinto año el maestro Antonio Espinosa cuando avanzábamos en las clases nos leía un capítulo del Corsario Negro. Era un reto; nos tenía embelesados. Luego nos dimos a comprar otros tomos del mismo autor, Salgari, e intercambiábamos. Cada libro costaba 5.95 pesos en la Librería Martínez, y ya que a esa edad no teníamos cómo comprar varios, cada uno veía cómo hacerse de uno y compartirlo: El tigre de la Malasia, La capitana del Yucatán, etcétera. A ese maestro le debo mucho. Inicié con Salgari, llegué a Borges y sigo leyendo (y también escribo).