Un par de piernas para López Mateos

Opinión
/ 13 enero 2024

Esta fotografía que estoy viendo fue tomada en una llanura de Tanzania, África, el otoño de 1958. Representa a dos cazadores mexicanos a quienes acompaña un guía que parece inglés. Uno de esos cazadores es de Saltillo. Se llama Antonio Espinosa Falcón.

Yo lo recuerdo, y recuerdo su trato afable y caballeroso. En la foto aparece sonriendo: es la suya una sonrisa franca. Don Antonio Espinosa Falcón fue un hombre bueno que dejó gratos recuerdos en todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerlo. Llevaba amistad con los hermanos Pasquel, ricos y poderosos señores, encumbrados en la política y en los negocios por el trato cercano que tuvieron con Miguel Alemán. El principal de esos hermanos fue Jorge Pasquel, que vivió vida intensa y azarosa. Murió en 1955 en un accidente de aviación.

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Jorge Pasquel fue, con don Julio Estrada, uno de los primeros cazadores mexicanos que viajaron a África. Tanto llegaron a apasionarle los safaris que compró casa en Nairobi, capital de Kenia, casa que se mantuvo, con servidumbre y todo, aun después de su muerte.

A esa casa llegó don Toño Espinosa Falcón aquel año de 58. Gran cazador también, iba acompañando a Alfonso Pasquel, uno de los hermanos menores de la dinastía, y al doctor Teódulo Agundis, igualmente experto tirador. Tras cinco días de estancia en Nairobi una avioneta los llevó hasta una remota aldea de Tanzania. Ahí los recibió George Smith, el white hunter que los guiaría en el safari. El doctor Agundis, que ya había cazado en África, iba ahora en busca de un eland, rara especie de antílopes que en Tanzania alcanzan mayor tamaño que en otras partes de África debido a la riqueza de la vegetación.

La cacería sería difícil, anticipó Smith. El eland abunda en Kenia; en Tanzania escasea y es desconfiado: a la menor señal de peligro escapa con su veloz galope. Es pieza codiciada, pero difícil de cobrar. Haría hasta lo imposible, sin embargo, por poner uno en la mira del cazador mexicano.

Días después un nativo llegó con la noticia de que a unos kilómetros del campamento se habían avistado unos elands. De inmediato salió la expedición. Smith no tardó en localizar las huellas de la manada. Cuatro, cinco horas fueron tras los animales. Los vieron a lo lejos, ya a la caída de la tarde. Eran dos machos y cuatro hembras. El experto cazador blanco adivinó el rumbo que siguen: iban hacia un terreno salino donde los antílopes tenían “lamederos” que visitaban con frecuencia. Cortando terreno los cazadores se dirigieron a ese punto. Acertó el guía; los elands no tardaron en aparecer. El macho mayor caminaba lentamente, un poco adelante de las hembras. Agundis tomó puntería y disparó su 300 Magnum. Erró el tiro. Salió a toda carrera el animal. El cazador apuntó nuevamente, adelantando el tiro, y disparó otra vez. El antílope dio una maroma en el aire y se desplomó, muerto.

Dejo ahora la palabra al doctor Agundis:

“... De la magnífica carne del eland le enviamos, logrando un prodigio de rapidez, un par de piernas al Sr. Lic. Adolfo López Mateos, entonces Presidente de México, quien cinco días después saboreaba ese manjar privilegiado recibido desde Tanzania...”.

Al parecer las piernas le gustaron mucho a don Adolfo, sin importar que fueran de antílope.

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