¿Un temblor en Saltillo?

Opinión
/ 2 noviembre 2023

“¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?”. Así clamaba con desgarrado acento el inconsolable viudo en el velorio de su esposa. Un sacerdote presente trató de confortarlo. “No llores, hijo mío. El tiempo, que todo lo cura, te traerá el bálsamo de su consuelo y te dará resignación. Además no eres hombre viejo. Quizá hallarás otra compañera con la cual podrás conocer de nuevo la felicidad”. “Sí –admitió el viudo–. Pero lo que digo es qué voy a hacer hoy en la noche”... No sé cómo anden los demás planetas, y muy lejos se encuentran en el universo como para ir a preguntarles por su estado de salud, pero éste en el cual vivo parece haber perdido la razón. Mis cuatro lectores no creerán lo que en seguida les diré: ¡tembló en Saltillo! A las 3:15 de la madrugada de ayer muchos paisanos míos, y paisanas, despertaron al sentir que su cama se sacudía sin motivo alguno, conyugal o erótico. Sucedió que cerca se registró un seísmo de magnitud 3.9, lo cual no es poca cosa, y sus ondas llegaron hasta mi ciudad, que no sabe de terremotos, inundaciones, huracanes y otras iras de la naturaleza, y cuyas únicas calamidades provienen de lo que hacemos los humanos, sea por maldad o pendejez. ¿Un temblor en Saltillo? ¡Haiga cosas!, como dicen en el rancho para expresar admiración o asombro. Yo no sentí ese movimiento telúrico, en primer lugar porque ignoro qué es eso de “telúrico”, y en segundo porque gozo de un sueño profundo y sosegado. No es que tenga la conciencia tranquila; lo que pasa es que he llegado con ella a afortunadas transacciones, una de cuyas cláusulas incluye su obligación de no importunarme a partir de las 12 de la noche, cuando termino de leer mi libro en turno, de oír mi música de siempre, de jugar enconadas partidas de ajedrez contra ese artilugio del demonio que es la computadora, o de ver el último episodio de una buena serie. La tregua dura hasta las 5 de la mañana, hora en que suelo comenzar mi día con la lectura de los periódicos acompañada por una taza de café hecho con el espléndido grano que me envían desde Veracruz mis buenos y generosos amigos los Fernández, del auténtico Antiguo Café de la Parroquia. Ya después he de escuchar lo que mi conciencia dice, y en lo posible hacerle caso. El temblor de esa madrugada me convence de que no hay nada seguro bajo el sol, ni siquiera en Saltillo, paraíso de tranquilidad y paz. Me veré en la precisión de hacer lo que antes de dormir hago en mi cuarto de hotel cuando estoy en la Ciudad de México, en Puebla, en Oaxaca, Colima y otras ciudades donde tiembla: pongo en mi buró un altero de latas de refresco, para que si hay un sacudimiento vengan al suelo y el ruido de su caída me despierte y pueda por lo menos encomendarme a San Genaro, o Jenaro, el de Nápoles, patrono celestial que protege contra los temblores de tierra. Está visto que todo el mundo se ha vuelto peligroso. Tendré que irme a vivir a Arteaga o al Potrero de Ábrego... La mula de don Acisclo le propinó una coz tan fuerte que lo envió al otro mundo. La hermana de doña Palemona, la esposa del finado, llegó de la ciudad a acompañarla. Observó que frente a la casa del difunto se había formado una larga fila de mujeres, y le preguntó a la viuda: “¿Vienen a darte el pésame?”. “No –contestó ella–. Vienen a que les preste la mula”... Recordemos la historia del beodo que entró de noche en el panteón del pueblo y cayó en una fosa recién abierta. Ahí durmió la borrachera. Al despertar por la mañana se vio ahí y dijo: “Calma. Razonemos. Si estoy vivo ¿por qué me encuentro en esta tumba? Y si estoy muerto ¿por qué tengo tantas ganas de mear?”... FIN.

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