Una maleta, diez países, una escuela: la búsqueda de un hogar de una familia migrante
Las escuelas arraigan a los niños migrantes y a sus familias cuando todo lo demás, el idioma y la ciudad la cultura, es algo nuevo
Por Bliss Broyard, The New York Times.
Mary Lauri y Roberto Rodríguez, solicitantes de asilo de Venezuela, se enteraron sobre la Escuela Pública 46, en Fort Greene de Brooklyn, de una madre en Hall Street, el refugio de emergencia donde la familia había sido ubicada. Se encontraba a cinco calles y las clases se daban tanto en español como en inglés.
Cuando Mary Lauri fue a inscribir a sus dos hijos más pequeños la segunda semana de enero, la coordinadora de padres escolar, Amanda Ocasio, una mujer puertorriqueña de 30 años de cabello platinado, ojos castaños y unos modernos anteojos rojos, estaba de pie en la entrada donde los guardias de seguridad les dieron la bienvenida. Había desayuno y pilas de ropa abrigadora, artículos escolares y de aseo en la sala de maestros que los niños y los padres podían escoger.
Allison Blechman, la profesora de inglés como nuevo idioma, llevó a la familia a visitar el colegio: una preciosa biblioteca con libros en inglés y español y sillas cómodas, un laboratorio de ciencias con impresoras 3D, un auditorio con escenario y telones como un teatro de verdad, pizarrones blancos en todas las aulas.
Andrés, el hijo de 7 años de Mary Lauri Rodríguez, se quedó boquiabierto ante la abundancia, dejando ver los dientes que crecían en todas direcciones. Kenny, su hijo de 12 años, con un corte de príncipe valiente y expresión seria, dijo con solemnidad a Ocasio: “Esta es la mejor escuela que he visto en mi vida”. Ya superaba la edad para asistir. “Arriba hay una escuela secundaria para ti”, le contestó ella.
Al día siguiente, Rodríguez se quedó mirando cómo Ocasio escoltó a Andrés y a su hermana de 9 años, Keymar, por el pasillo a través de unas puertas hacia sus aulas. Al salir, Mary Lauri rompió en llanto. “Cruzamos diez países y pasamos por mucho, para recibir una cálida bienvenida”, me dijo a través de una intérprete al español.
Al igual que muchos venezolanos, los Rodríguez trataron de vivir en otras partes de Latinoamérica tras huir del colapso económico en su país de origen en 2019. La primera escala fue Colombia, pero entre la pandemia de COVID-19 y la discriminación hacia los venezolanos, no pudieron inscribir a sus hijos en una escuela pública. Después de un año y medio con los niños en casa, se fueron a Perú, donde habían oído que las escuelas eran buenas. Pero Perú parecía seguir el mismo camino que el resto de la región: inestabilidad económica, violencia estatal, un intento de golpe de Estado (fallido).
Keymar tuvo que ser hospitalizada por asma. Como su padre estaba ausente en el barco pesquero en el que había encontrado trabajo, Mary Lauri no tenía a nadie que cuidara de los niños. En septiembre de 2023, tomaron la difícil decisión de dirigirse a Estados Unidos, donde Mary Lauri tiene dos hermanos que viven en Brooklyn, para solicitar asilo.
El trayecto les tomó casi tres angustiosos meses. La policía mexicana registró a toda la familia en busca de dinero escondido; Mary Lauri Rodríguez había trenzado sus pocos pesos en el largo pelo negro de Keymar. En cada control de seguridad, la policía los sacudía. En el Tapón de Darién, un hombre enmascarado le apuntó con una pistola en la cabeza a Kenny y obligó a la familia a sumarse a una fila de inmigrantes que se dirigía a una montaña donde, según se corría la voz, pandilleros armados exigían teléfonos, dinero en efectivo y en ocasiones, los cuerpos de las mujeres. Solo lograron escapar porque Roberto Rodríguez, quien formó parte del Ejército en Venezuela, vio un sendero que llevaba por otro camino y dijo a su familia que corriera.
Cuando por fin llegaron a Texas, la familia de Rodríguez les envió boletos de avión hacia la Ciudad de Nueva York para evitarles el viaje en autobús prometido por el gobernador de Texas Greg Abbott. Se sumaban así a los 198.000 migrantes que han llegado a dicha ciudad en los últimos dos años. Aunque ya no temían por su vida, seguían en movimiento. Debido al límite de 60 días que impone la ciudad a las familias que se alojan en albergues, no tardarían en ser desalojados de Hall Street (para fines de abril, la ciudad había desalojado a casi 10.000 familias, lo cual afectó a casi 18.000 niños, según una investigación de la contraloría de la Ciudad de Nueva York).
La pareja estaba ansiosa por salir del albergue, pero no podía costearse un alojamiento sino hasta que empezara a trabajar. Y no podían trabajar hasta que obtuvieran permisos, que no podían solicitar hasta que hubieran pasado 150 días de una cita con la oficina de inmigración sobre su solicitud de asilo. Y no podían concertar esa cita porque no había horarios disponibles.
La Escuela Pública 46 era lo más parecido a un santuario de verdad que los Rodríguez habían encontrado en la ciudad santuario de Nueva York desde su llegada. A diferencia de los trámites burocráticos necesarios para obtener alojamiento, asilo, trabajo, atención médica o transporte, la educación es relativamente sencilla. Derivado de un fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos de 1982 en un caso de Texas llamado Plyler contra Doe, ningún niño puede ser rechazado en ninguna escuela pública de Estados Unidos por su condición de inmigrante. En ciudades santuario como Chicago y Denver, la inscripción de solicitantes de asilo también se ha disparado desde 2022. Fue entonces cuando el gobernador Abbott comenzó a enviar migrantes al norte como parte de un intento de convertir la llegada de migrantes indocumentados que cruzan la frontera hacia Texas en un problema nacional y en un lastre político para los demócratas.
Algunos republicanos les quitarían a las familias solicitantes de asilo el puerto seguro de las escuelas. El gobernador Abbott sugirió que, si Roe puede anularse, ¿por qué Doe noe? El año pasado, el senador del estado de Texas presentó un proyecto de ley que iniciaría ese proceso si el gobierno federal no proporciona fondos para los estudiantes adicionales. Por otra parte, la Fundación Heritage, autora del Proyecto 2025, la guía conservadora para un segundo mandato de Trump, presentó una estrategia para regresar la sentencia del caso Doe a la Corte Suprema. La revocación de la decisión no solo cambiaría décadas de entendimiento de lo que significa una “escuela pública”, sino que podría convertir a los educadores en agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas que deben vigilar el estatus migratorio de sus estudiantes.
Aunque el expresidente Donald Trump ha difamado públicamente a los migrantes desde que comenzó la campaña para las elecciones de 2016, el alcalde de la Ciudad de Nueva York, Eric Adams, acaba de unírsele, pues a fines de mayo lamentó estar “obligado a alojar a más de 198.000 migrantes y solicitantes de asilo, más de 38.000 niños, todo con el dinero de los contribuyentes”.
La Ciudad de Nueva York gastó 22 millones —menos del uno por ciento de sus 31.000 millones de presupuesto de educación— en los cerca de 20.000 estudiantes migrantes que se inscribieron en sus escuelas públicas el año pasado. El financiamiento para los estudiantes migrantes fue todavía menor este año, aunque ahora representan casi el cuatro por ciento de la población de las escuelas públicas. Según un coordinador de servicios multilingües del distrito, los alumnos que aprenden inglés en las escuelas públicas de la ciudad no reciben la formación lingüística necesaria. Historias similares se repiten en ciudades de todo el país: en algunos casos, los programas bilingües de los colegios públicos de Chicago, por ejemplo, carecen de profesores bilingües en las materias académicas básicas, según una investigación reciente de Block Club Chicago y Chalkbeat Chicago.
Las escuelas son un salvavidas esencial para los niños inmigrantes: los visten, alimentan dos veces al día y los mantienen seguros, además de educarlos. También son una manera de arraigar a los niños y a sus familias en la comunidad cuando todo lo demás —el idioma, la ciudad, la cultura, la gente— es algo totalmente nuevo.
Es una presión tremenda para las escuelas y ni el Departamento de Educación de la ciudad, ni el alcalde Adams, ni el sistema de centros de acogida, ni el gobierno federal les están facilitando esta tarea. Las escuelas están a la altura del ideal de ciudad santuario, incluso cuando la ciudad no lo está. Educador tras educador me dijeron lo mismo: estos son nuestros estudiantes ahora y cuidaremos de ellos como cuidamos de todos los demás.
NO TENÍA IDEA DE QUE VENDRÍAN
La primera semana de enero empezaron a llegar los alumnos del refugio a la Escuela Pública 46. El director, Alex Braverman, no tenía idea de que vendrían. Para la segunda semana, habían llegado más de una decena, entre ellos Andrés y Keymar Rodríguez. Braverman organizó un desayuno de bienvenida y compró dos docenas de bagels. Llegaron tantas familias que tuvieron que trasladar la recepción de su oficina a la sala de maestros.
Sí, la llegada los abrumó al principio, pero también fueron buenas noticias. En la Escuela Pública 46, cada grado tiene una clase de educación general y una clase dual en español. Sin embargo, desde hace algunos años, no había suficientes hablantes de español para mantener las clases duales, y Braverman había pedido combinar los grados: el segundo con el tercero y el cuarto con el quinto. Entre enero y marzo, se inscribieron 70 estudiantes y la asistencia a algunas de las clases duales se duplicó.
A lo largo de los últimos dos años, se calcula que 38.000 estudiantes migrantes se inscribieron en las escuelas públicas de la Ciudad de Nueva York, con lo que revirtieron años de un declive importante en la población escolar. Muchas escuelas que recibieron a estos estudiantes ya atienden a algunos de los niños más vulnerables de la ciudad. La Escuela Pública 46 lo demuestra: el 92 por ciento de sus estudiantes son de color y morenos, el 87 son de bajos ingresos y el quince por ciento no tienen hogar.
Con la gentrificación de Fort Greene, algunas de las familias hispanohablantes que habían escolarizado a sus hijos en la zona fueron desplazadas o se mudaron, y los nuevos residentes de la zona estudiantil optaron por otros colegios públicos o privados. En la última década, el quinto grado de la Escuela Primaria 46 perdió al 50 por ciento de los estudiantes; solo quedaban cerca de 180 alumnos al comienzo del curso 2023-2024, hasta que llegaron las familias inmigrantes. Según una medida utilizada por los funcionarios escolares, la Escuela Pública 46 estaba entre las diez principales beneficiarias de nuevas llegadas en todo el sistema escolar de la Ciudad de Nueva York.
Pero la ciudad establece los presupuestos escolares en función de las cifras de matriculación en otoño. Aun así, el distrito le consiguió a Braverman algunas computadoras portátiles para los nuevos alumnos, así como dispositivos portátiles de traducción para que los profesores y el personal que no hablan español pudieran comunicarse con los nuevos padres. La escuela también recibió algunos fondos destinados a los estudiantes sin hogar, la mayor parte de los cuales Braverman destinó a programas extraescolares para dar a los recién llegados un apoyo académico y de idioma inglés adicional. También recibió fondos para añadir un paraprofesional. Pero aunque su población estudiantil aumentó casi un tercio, la escuela tuvo que arreglárselas con su número actual de profesores y la ayuda de sus padres y cuidadores.
Las familias necesitaban de todo. Ocasio organizó la entrega de víveres y ropa, ayudó a las familias a tramitar el seguro médico y las tarjetas de identificación de la ciudad y les imprimió mapas porque tenían que caminar a todas partes y no contaban con teléfonos celulares con datos para consultar indicaciones. Ayudar está en su sangre. Ocasio proviene de una familia que llegó a Nueva York desde Puerto Rico en la década de 1950, creció viendo a su abuela explicar cuáles eran las ayudas del gobierno y traducir documentos para los ecuatorianos y mexicanos que llegaron a su barrio de Bushwick a finales de la década de 1990.
Dos de las hijas de Ocasio asistieron a la Escuela Pública 46 ese año: Junie, a primer grado, y Olive, al preescolar. Los nuevos alumnos eran sus compañeros de clase, lo que Junie señaló un día de camino a casa cuando reconoció a una niña de una familia que sostenía un cartel en el que pedía dinero para comida. La comida del albergue era muy mala y estaba enfermando a algunos de los niños. Ocasio le compró a la familia una cubeta de pollo. Después, Junie dijo: “Pero mami, no les puedes comprar cubetas de pollo a todos mis amigos”. En el pasado, Ocasio también se había quedado sin casa y vivió en un albergue cuando sus hijas eran pequeñas. Después de nueve años en lista de espera, consiguió un apartamento en Whitman Houses, el complejo de viviendas públicas destinado a la Escuela Pública 46. No podía invitar a todos a cenar, pero sí ayudar a los solicitantes de asilo a acceder a las prestaciones a las que tenían derecho.
No todos eran tan amables. El mes pasado, tras una serie de altercados seguidos de denuncias por pedir dinero, vagabundear y tirar basura, más de 200 residentes molestos llenaron el Ayuntamiento para quejarse del albergue de Hall Street donde los Rodríguez se encontraban. Con casi mil familiares y 3000 personas solas, se trata en estos momentos de la mayor concentración de inmigrantes solicitantes de asilo de la Ciudad de Nueva York. Los oradores dirigieron la mayor parte de su ira contra los funcionarios electos por el número de inmigrantes alojados, pero algunos vecinos compartieron formas de apoyar a los recién llegados. Sin embargo, el mensaje abrumador fue que los inmigrantes eran una carga para el barrio y los residentes querían que se fueran.
Pero ese no ha sido el sentir de las familias cuyos hijos ya asisten a la Escuela Pública 46, aunque forman parte de la comunidad más directamente afectada por los recién llegados. Por mucha estabilidad que otorguen las escuelas a los recién llegados, la afluencia (sobre todo a mitad de curso) de tantos alumnos con necesidades complejas, a menudo con traumas considerables y escasa escolarización previa también puede ser un gran factor de desestabilización para las comunidades escolares a las que se incorporan.
Los Rodríguez estaban conscientes de la presión que los solicitantes de asilo ejercían sobre la escuela y la ciudad y les sorprendió el apoyo que los padres les seguían brindando. Roberto Rodríguez estaba dispuesto a ayudar. Fue voluntario en la distribución de alimentos. Aprendió a utilizar el sistema de programación en línea de la ciudad y empezó a conseguir citas, necesarias para que otros inmigrantes obtuvieran las tarjetas de identificación de la ciudad, conocidas como NYC ID. Cuando llegaban nuevas familias al refugio, actuaba como enlace con un grupo local de ayuda mutua para conseguir abrigos y zapatos de las tallas que necesitaban. Si los Rodríguez se quedaban en la escuela, Ocasio sabía que quería que Roberto Rodríguez formara parte de la Asociación de Padres y Maestros. En muchos sentidos, satisfacer las necesidades materiales de los solicitantes de asilo era la parte fácil.
‘OJALÁ PUDIERA CENTRARME EN LA ENSEÑANZA’
Un martes de mediados de febrero, algunos de los nuevos alumnos de segundo grado se arrodillaron sobre un tapete decorado con los siete continentes e intentaron pronunciar palabras en inglés: “‘rag’, ‘lag’, ‘bag’”. Mientras tanto, sus compañeros angloparlantes estaban sentados leyendo en silencio libros de capítulos, uno de ellos estaba absorto en una gruesa novela. Más tarde, durante una clase de matemáticas sobre “conjuntos”, el hijo menor de los Rodríguez, Andrés, pasó al pizarrón. Había aprendido la estrategia de adición en su escuela peruana. Sus compañeros le aplaudieron e, imitando a otros niños, hizo el baile de la victoria en el lenguaje universal del juego de cómputo Fortnite.
Después del almuerzo, Braverman les entregó invitaciones para asistir a una celebración para los estudiantes que habían tenido el 90 por ciento de asistencias durante el mes anterior. La asistencia constante no solo afecta la capacidad de aprender de todos los niños, sino además es una métrica clave que utilizan los distritos escolares y los padres en busca de escuela para determinar qué tan buena es una institución. La asistencia de la Escuela Pública 46 se había visto afectada por la enfermedad de los recién llegados o porque tenían citas. Los gérmenes se transmitían rápido en el refugio.
Unos minutos después, la profesora de Andrés llevó al niño al pasillo. Estaba llorando. Unos compañeros angloparlantes sentados en el suelo del pasillo que leían un cuento le preguntaron con amabilidad: “¿Qué te pasa, Andrés?”. Pero él les hizo un gesto de rechazo con la mano. Más tarde, el orientador escolar hispanohablante logró que le dijera el motivo: era la fiesta de asistencia. Andrés creía que no estaba invitado porque faltó dos días a la escuela cuando su familia fue a tramitar la identificación de la Ciudad de Nueva York. La primera vez, el funcionario rechazó su solicitud porque el certificado de nacimiento de Kenny se había mojado en la selva y tenía una ligera rotura.
Para los maestros, ocuparse del bienestar emocional de sus pupilos, sobre todo cuando los efectos del trauma empezaban a aflorar en los niños inmigrantes, ya era todo un reto. Pero los malabares necesarios para enseñar a unos 30 alumnos cuyas habilidades iban desde no saber escribir su nombre hasta leer novelas, desde aprender números básicos hasta hacer divisiones —todo ello en dos idiomas distintos— era un reto enorme.
Para una profesora bilingüe de Brooklyn, todo iba bien cuando su clase se llenó con los recién llegados. El tamaño de su clase se duplicó, de catorce a 28 alumnos. Al cabo de un par de semanas, los nuevos alumnos empezaron a hablar en círculo por las mañanas de lo bonitas que eran las playas de Perú y de todas las estrellas que podían ver por la noche. Los angloparlantes aprendieron nuevas palabras de vocabulario y hablaron de los diferentes países y de cómo la gente hacía viajes difíciles para llegar hasta aquí. Los detalles surgían en momentos inesperados. En una visita a un museo, un niño vio un jaguar y dijo: “Ese es el tipo de animal que vi en la selva”. A principios de marzo, tras seis semanas juntos, la profesora bilingüe dijo que empezaba a hacerse una idea de las necesidades de los distintos alumnos.
Entonces empezaron los desalojos en el albergue.
Un alumno desaparecía un día y reaparecía tres semanas después. Llegaron más alumnos. A la salida de la escuela, la profesora se esforzaba por saber quiénes eran los padres de los alumnos. Empezó a tener insomnio. “Siento que no puedo más”, me dijo la profesora. “Ojalá pudiera centrarme en la enseñanza, pero no puedo”. Se habló de conseguirle ayuda en el aula, pero ella no veía que eso fuera a ocurrir.
LA RUTINA DEL DESALOJO
El 2 de marzo, cuando los Rodríguez fueron desalojados, llovía a cántaros. Arrastraron sus maletas por la avenida Washington en Clinton Hill, una hermosa calle arbolada flanqueada por mansiones del siglo XIX. Roberto Rodríguez tomó de la mano a su esposa. Él conserva la postura erguida y la actitud vigilante de sus días en el Ejército, mientras que ella tiene una suavidad que contradice su experiencia de vida. Recordaron un paseo bajo una lluvia torrencial en México.
En el tren, Keymar sujetaba con fuerza un llavero, regalo de una amiga en el refugio para que no la olvidara, mientras ella y Andrés se arrodillaban en los asientos para ver el paso de las estaciones. “¿Seguimos en Brooklyn?”, preguntó Keymar. “No, Manhattan”, dijo la intérprete. “No”, gritaron los niños. A Andrés se le llenaron los ojos de lágrimas. “Piensan que ya no irán a la misma escuela”, dijo Mary Lauri. Les habían prometido a los niños que podrían seguir yendo, pero dependía de dónde los ubicaran después.
Llevaron a la familia al Hotel Roosevelt del centro de Manhattan, que era el centro de procesamiento de inmigrantes de la ciudad; allí permanecieron una semana y media a la espera de que les asignaran otro albergue. Los estudiantes sin hogar tienen derecho a transporte en autobús o a tarjetas de metro gratuitas para ir a la escuela. El transporte en autobús puede ser difícil de organizar y la oficina de transporte de estudiantes no tenía suficientes tarjetas de metro o MetroCards. La familia no podía costear los 29 dólares semanales de boletos de ida y vuelta a la Escuela Pública 46 por cada niño ni tampoco podían arriesgarse a ser descubiertos si intentaban viajar sin pagar, así que los niños no fueron a la escuela. La buena noticia era que Roberto Rodríguez pudo hablar con un abogado de inmigración durante su estancia en el Hotel Roosevelt.
Una de las gestoras de casos del Hotel Roosevelt revisó los papeles de la familia y le dijo a Mary Lauri Rodríguez que regresara con su marido, ya que podría alojarlos en un albergue gestionado por el Departamento de Servicios para Personas sin Hogar, que no estaba sujeto a la norma de desalojo de 60 días. Pero Roberto Rodríguez había tomado el metro hasta el albergue de Hall Street, para ver si sus identificaciones de la Ciudad de Nueva York habían llegado por correo. Su mujer le llamaba una y otra vez para que regresara lo más rápido que pudiera, pero había otra tormenta y el metro tenía retrasos. Cuando regresó, el personal había cambiado de turno y el nuevo gestor de casos no aceptó una copia certificada de su documento de unión civil como prueba de su matrimonio. Otra familia se quedó con el lugar del albergue permanente.
El nuevo hogar de los Rodríguez, en un refugio parecido a un hotel de East New York, en Brooklyn, estaba a una hora de distancia de la Escuela Pública 46. Los niños regresaron a la escuela, todos usaban la tarjeta de transporte que la escuela de Kenny había logrado entregarle al niño. Cuando les pregunté sobre el regreso a la escuela, se emocionaron. Keymar y Andrés estaban aprendiendo inglés, iban a excursiones y tenían nuevos amigos. Kenny me pidió prestada mi laptop para consultar el sistema de entrega de calificaciones de la escuela secundaria y me mostró la calificación que había obtenido en matemáticas: diez. Los hermanos de Mary Lauri Rodríguez vivían cerca de su nuevo albergue y las familias cenaban en casa, lo cual permitió a los Rodríguez dejar de consumir la comida del albergue. La comida llegaba congelada y solo había dos microondas para cien personas, pero uno no funcionaba. Serían desalojados de nuevo el 9 de mayo, poco más de dos meses después de irse de Hall Street.
NO PODEMOS SEGUIR ASÍ
A algunos de los padres de la Escuela Pública 46 cuyos hijos habían formado parte del programa bilingüe desde el comienzo del año les comenzaba a preocupar qué efecto tendría el aumento de alumnos y su rotación constante en la capacidad de los profesores para enseñar. Es cierto que, si la escuela podía retener a los recién llegados, el año siguiente habría más fondos para un subdirector u otro profesor. Pero, ¿llegarían los profesores al año siguiente? Heather Brodie, que tenía hijos en tercero y primero de primaria, había oído a algunos comentar: “No podemos seguir así”.
En marzo, en una reunión de la Asociación de Padres y Maestros por Zoom, los padres presionaron a Braverman en el chat para que hiciera algo. “Era la primera vez en la Escuela Pública 46 en la que una reunión de padres y maestros no había tratado sobre: ‘Bueno, hagamos una noche de cine’’”, comentó Brodie. A ella le preocupaban más los maestros que las afectaciones que la situación ocasionaba en el salón de su hijo mayor. Su hijo leía por encima de su nivel, su español había mejorado bastante y los nuevos niños le caían muy bien. Pero ese no era el caso de todos.
La hija de Ocasio, Junie, tenía problemas para aprender a leer. Su Grupo de Lectura Estratégica, pilar del nuevo plan de estudios de alfabetización de la ciudad, tenía catorce alumnos, en lugar de los cinco o seis recomendados. La tercera hija de Ocasio es autista y requiere mucha atención en casa, así que no tenía tiempo para ayudar a Junie. Hacía poco que había aceptado un nuevo trabajo como directora de programas de El Puente, una organización de derechos humanos y liderazgo juvenil, lo que le daba más libertad para decir lo que pensaba. Ocasio me dijo: “No es que quiera separar a los niños. Quiero que la escuela apoye a los maestros en lo que necesitan”.
A principios de abril gracias a la creatividad en los horarios del personal existente y un profesor sustituto, Braverman logró abrir otro salón para los estudiantes de habla hispana de segundo y tercer grado que necesitaban más apoyo. Eso alivió la presión de algunas clases que tenían muchos más alumnos. Pero era una solución temporal. La escuela necesita contratar a un nuevo maestro bilingüe para el próximo año escolar y ha habido una escasez de maestros bilingües y de Inglés como nuevo idioma en todo el país.
Si la Escuela Pública 46 logra contratar nuevo personal, pero no logra mantener suficientes recién llegados (y considerando la inestabilidad que viven las familias inmigrantes, que nunca saben qué ocurrirá), la escuela podría verse obligada a devolver al Departamento de Educación cientos de miles de dólares, lo que podría significar una reducción de personal.
La Escuela Pública 46 ya perdió estudiantes de su programa de primera infancia. Esas clases solían ser el único ámbito en el que las familias blancas y más acomodadas de la zona estaban dispuestas a darle una oportunidad a ese centro de enseñanza. Incluso podían mantener a sus hijos inscritos en la escuela hasta quinto grado, aunque eso es menos probable. Cerca de allí, acaba de abrirse una nueva escuela pública Montessori. Cynthia McKnight, presidenta del consejo educativo comunitario del distrito (la versión neoyorquina de un consejo escolar), se atrevió a decir que los sentimientos negativos del vecindario ante la afluencia de inmigrantes desanimaron a los padres que antes podrían haber considerado la Escuela Pública 46.
Los índices de asistencia y los puntajes de los exámenes estatales de la Escuela Pública 46 en los sitios que publican reseñas de escuelas como Niche o Inside Schools, donde los padres de futuros alumnos buscan información, no incluyen asteriscos para explicar las circunstancias especiales: todas las inasistencias debido a desalojos, los problemas de transporte y enfermedades derivadas de la vida en común y la mala calidad de la comida; cómo algunos alumnos se presentaron a los exámenes estatales de matemáticas en mayo a pesar de que no entraron a la Escuela Pública 46 hasta enero o el impacto en los demás alumnos del salón mientras su profesor atendía a niños que habían pasado por meses o quizá años de trauma.
La compasión, la resiliencia y la valentía que todos los miembros de la comunidad de la Escuela Pública 46 han demostrado este año no se encontrarán en esas estadísticas.
UNA BODA Y OTRO DESALOJO
Una semana antes de su segundo desalojo, los Rodríguez se volvieron a casar. Sabían que sería útil para su caso de asilo y quizá para su colocación en un albergue, pero también se casaron por ellos, por sus hijos y por sus familias, para celebrar el siguiente capítulo de sus vidas.
La ceremonia tuvo lugar por la mañana en el Ayuntamiento de Borough, en Brooklyn, con la presencia de algunos familiares de Mary Lauri Rodríguez y otros parientes en Texas y Venezuela, que siguieron la ceremonia por Zoom. La recepción vespertina se celebró en casa de su hermano, un departamento pequeño de tres habitaciones recién remodelado en East New York. Por la tarde, Mary Lauri, quien estaba a cargo de un restaurante que servía desayunos en Venezuela, preparó decenas de empanadas y varias bandejas de lasaña y su cuñada preparó porciones individuales de pastel de tres leches de postre.
Todas vestían de blanco, con el cabello planchado, las uñas recién pintadas y tacones de aguja que se quitarían antes de que acabara la noche. La familia bailó salsa, bebió ron con cola y brindó con champán por el futuro de la pareja. Las vidas de los hermanos de Mary Lauri eran un ejemplo de lo que les esperaba. Sus dos hermanos llevaban tres años en Nueva York y trabajaban como soldadores para un pequeño fabricante de acero en Brooklyn. Las cuñadas de Mary Lauri eran mucamas de un hotel de Manhattan. Habían logrado la estabilidad para ellas y sus familias. Mary Lauri prometió que la fiesta duraría todo el fin de semana. De hecho, la cena no se sirvió sino hasta la medianoche. Había la sensación de que los Rodríguez debían aprovechar toda la felicidad que pudieran, porque iba a tener que durarles un tiempo.
Unos días más tarde, la familia arrastró otra vez sus maletas por el metro para regresar al Hotel Roosevelt de Manhattan y ser enviados al centro de acogida de Hall Street, donde habían llegado meses atrás. El Hotel Roosevelt no tenía habitaciones. Sin que la familia Rodríguez lo supiera, la guía de colocación utilizada por los gestores de casos omite de manera específica las viviendas de refugio permanente gestionadas por el Departamento de Servicios para Personas sin Hogar como opción a las familias con hijos desde preescolar hasta sexto de primaria, quizá para disuadir a los que ya han sido desalojados antes de que vuelvan a solicitarlas con la esperanza de conseguir algo mejor.
Cuando hablé con Roberto Rodríguez a principios de junio, su voz sonaba débil y ronca. Le dolía la garganta y tenía tos, pero no había podido ir al médico. Al parecer, habían llegado más personas al refugio. La fila para ir al baño era larga. Los niños solían llegar tarde a la escuela y lloraban más. El tercer desalojo de la familia estaba previsto para mediados de agosto.
Estaban considerando mudarse a Filadelfia porque el costo de vida era menor. Por fin habían acudido a su cita de asilo, en la que les había ido bien, y podían regresar a la Ciudad de Nueva York para futuras citas si era necesario.
Roberto Rodríguez me dijo que habría tenido más esperanzas de quedarse en Nueva York si les hubieran dado alojamiento en uno de los albergues permanentes. Le señalé que los desalojos de los albergues cumplen su propósito si se marcha de la ciudad, pero él se apresuró a defender a la Ciudad de Nueva York como ciudad santuario. La ciudad le había ayudado a la familia a establecerse en el país para empezar a planear sus próximos pasos. La Escuela Pública 46 había hecho que Keymar y Andrés, y el resto de la familia, se sintieran realmente bienvenidos.
El año escolar estaba por terminar. Keymar echaría de menos a su profesora. Andrés extrañaría a sus compañeros, que lo trataban con tanta amabilidad, excepto el chico que le decía que era pobre. Los niños habían ido al boliche por primera vez. Keymar fue elegida entre todas las chicas para cantar la parte en español de la canción “This is Me” de “The Greatest Showman” para el espectáculo de Broadway de la escuela.
“No me da miedo que me vean. Ya no me disculpo: esta soy yo”
Al principio, estaba muy nerviosa. Su amiga Allison, que estaba a su lado, la miró. Keymar tomó de la mano a Allison. Su miedo desapareció. Todos dijeron que había cantado de maravilla. c.2024 The New York Times Company.