Vivir la vida
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Así, lentamente, como se hace la luz dentro del ojo. Así fue, como un amanecer luego de dormir a pierna suelta, al menos y de corridito, dos horas plenas. En mi caso, claro. Era una tarde la cual se hizo noche. Fue un día de marzo, a media res, entre el cumpleaños del chef de sabor huracanado, Juan Ramón Cárdenas, y el cumpleaños de quien esto escribe. El ingeniero cumple años el 9 de marzo. Su servidor el día primero. Se pactó una especie de novenario. Ni él ni yo: al menos 5 días de celebración.
Hubo un testigo de alta calidad el cual llegó con regalos para ambos: el sabio Carlos Alberto Arredondo. La tarde se hizo noche. ¿La noche? Pues se hizo día, caramba. Siempre, siempre me conmueve llegar a otro año de vida, pero este cumpleaños fue uno de los más amados en mi memoria por un motivo: estoy viejo, ya tengo 59 años. Muy raspados, según sabia definición de otro hermano de ruta y vida, don Gerardo Blanco Guerra. Insisto, si usted me ha leído: yo con este chingadazo de vida tengo. No quiero y me aterroriza ser eterno. Ni madres, mejor descansar eternamente en la paz de mi sepulcro. Sí, cuando Dios lo disponga.
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Puntuales llegamos ambos tres, don Carlos Alberto Arredondo, sir chef Juan Ramón Cárdenas y quien esto escribe. Aquello fue una explosión de vida, amistad y valores compartidos. Desfilaron palabras, manjares, verbos, vino tinto de colección, carne cruda, postres milimétricamente puestos, digestivos. Pero sobre todo desfiló la amistad, el abrazo fraterno y la cofradía de seres humanos atados al pasado: amor, respeto, libros, valores, doctrinas, solidaridad, criterios... y claro, buen alcohol.
Rueda rodando, mientras disertábamos de todo y de nada, el chef Juan Ramón –por cierto, ya recibió propuestas de partidos políticos para una próxima candidatura. Él no dice sí, tampoco no–, al hablar de varios tópicos de vida, de maestros y amigos muertos en el tráfago de la existencia (Javier Villarreal Lozano y Antonio Malacara Martínez, por ejemplo), soltó la siguiente frase en la mesa. Así, ingenuamente. Frase la cual abre lejanías: “La vida hay que vivirla”. Una variante: “La vida se vive”. ¿Cuál fue exactamente su frase? No lo sé. Pero la idea es esa: vivir.
Hablamos de todo y de nada. Como deben de ser las buenas tertulias. Tratamos de arreglar el mundo. Lo hicimos. Sin duda. Pero nunca nos pusimos de acuerdo en algo fundamental: ¿cuál es el mejor vino tinto para un cumpleaños? Aquello fue una polémica de pronóstico reservado. Oh là là. Usted me objetará: “ese Cedillo es un buen borracho, no obstante su edad”. Soy viejo, insisto. Y mi vejez me va bien, siempre quise ser viejo como mi padre, el sastre, José Cedillo Rivera. Le comento algo, señor lector: si Jesucristo hubiese tenido tiempo de elegir en su última cena, hubiese pedido una ronda de caguamas heladas. Pero mejor eligió un buen vino tinto.
Y eso fue lo votado esa tarde la cual se hizo noche. Las viandas de manjares desfilaron, sí, al igual a dos o tres tintos de linaje escogido: uno de ellos, un “Vega Sicilia”, el cual el precio lo vale. ¿Cuánto es el costo? Nada. Usted degústelo. Un placer de dioses para seguir vivo.
ESQUINA-BAJAN
La tarde con el verbo se hizo noche. ¿La noche? Caray, ya no recuerdo. Pero la libre saltó en la charla, en la tertulia, como siempre. ¿Quién convocó los demonios? No lo sé. Pero empezamos a disertar sobre temas escabrosos, los cuales a nadie preocupan hoy. Uno de ellos... el dolor en los seres humanos. Pero más agudo y al límite: el dolor o su representación o su visualización o su terror potenciado en la literatura, en el arte, en la música, en el cine. Puf, aquello fue una tertulia memorable. Memorable.
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¿Dolor, gemir, llorar de dolor? ¿O el grito mudo del dolor? Sí, es Edvard Munch en su célebre obra “El Grito”. ¿De auxilio, de dolor, de angustia, de locura? Nunca lo sabremos. ¿Dolor en la literatura el cual se siente más al dolor de la vida real? Caray, lea usted lo siguiente de William Shakespeare. Ante el cuerpo destrozado de Adonis, los ojos de Venus dicen lo siguiente:
“O como el caracol, cuando lastiman sus cuernos delicados,
Se encoge dolorido, en lo profundo de su cueva de concha,
Y ahí, sofocado, permanece en la sombra,
Temeroso largo tiempo de volver a asomarse,
Así, a la vista de aquel cuerpo sangriento,
Los ojos de ella huyen a las hondas y oscuras celdas de su cabeza”.
¿Lo nota? ¿Definición del dolor? Huir a las hondas y oscuras celdas de uno mismo, dijo el gran Shakespeare. Y contra esto no hay defensa. Pero, como siempre, el sabio Carlos Alberto Arredondo reventó la mesa, y claro, una bomba agradecible: me mostró en su celular una imagen por él tomada en el Museo de Nueva York: “Ugolino y sus Hijos” por el artista francés Jean Baptiste Carpeaux. Condenado a morir de hambre, en la escultura con la cual uno llora (en imagen, ya me imagino estar frente a ella), Ugolino se resiste a comer a sus hijos para sobrevivir... un dolor eterno, febril, una oscura luz en el final del túnel. Un oxímoron mío, pues.
LETRAS MINÚSCULAS
¿Por qué carajos no sabía yo de este escultor y de esta historia? Me ha modificado mi eje de vida y mis exploraciones sobre el dolor. El dolor ajeno, como lo dijo Susan Sontag. El dolor de los demás...