Manuel Felguérez (1928-2020)

Artes
/ 21 junio 2020

    “Abstracción” es una palabra de sentido filosófico aparentemente complejo, aunque me parece que la complejidad no se encuentra tanto en el sentido como en el acto de “abstraer”.

    En el arte contemporáneo empezó a hablarse de “abstracción” a partir de Kandinsky, aunque éste no haya sido, estrictamente hablando, el primer pintor abstracto. Lo que este artista ruso pretendía era huir de “la figuración”, es decir, de la mímesis: lo que comúnmente llamamos “imitación de la realidad”, interpretando a Aristóteles de manera errática.

    Si echamos la vista hacia el pasado remoto, la abstracción aparece ya en el período neolítico. En su clásico estudio “Abstracción y Naturaleza”, Worringer estudió este hecho que puede parecer sorprendente y sus posibles consecuencias “empáticas”. El hecho no es tan sorprendente: la decoración de la cerámica y de otros objetos elaborados durante aquel período prehistórico muestra rasgos evidentemente abstractos; lo que vemos en ellos son diversos motivos geométricos, no figuras humanas o de animales, como podría esperarse.

    Lo mismo podemos advertir en nuestra cerámica prehispánica y hasta en la actual. Hay en la pintura mexicana contemporánea un artista abstracto que ejerce una gran seducción por su forma particular de abstraer la realidad. Me refiero a Gunther Gerzo.

    Pero es en la llamada Generación de la Ruptura cuando irrumpe en México una fuerte ola de abstracción plástica, debido, quizás, a la influencia del entonces vigoroso expresionismo abstracto estadounidense, representado –sospechosamente- por Jackson Pollock, Mark Rothko y otros.

    Varias corrientes confluyen en esa abstracción, pero todas están de acuerdo en deshacerse de la figura para expresar algo que podría enunciarse como el mundo interior del artista, con todo lo ambiguo que esta expresión parezca o sea.

    Fernando García Ponce, Pedro Coronel, Lilia Carrillo, Vicente Rojo y Manuel Felguérez son algunos de los mexicanos que entonces se aventuran en los territorios de una abstracción que el público no acaba de comprender y las galerías apenas aceptan.

    Gracias al apoyo de dos escritores –Octavio Paz y Juan García Ponce- la obra de estos artistas empieza a ser valorada y después coleccionada y estudiada por el público pudiente y por los críticos.

    El libro “Nueve pintores mexicanos” -publicado en el crucial 1968 por la editorial Era- del narrador, traductor, ensayista y lúcido crítico de arte Juan García Ponce resultó, entonces, un fuerte espaldarazo para este grupo de artistas rupturistas, entre los que se cuentan también pintores y escultores figurativos o neofigurativos, como José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Rafael Coronel, Francisco Corzas y otros más.

    En fin, la historia ha sido contada muchas veces. Lo que escribo ahora viene a cuento porque la primera semana de junio murió uno de ellos: Manuel Felguérez (Zacatecas, 1928), un escultor y pintor abstracto de larga y metamórfica trayectoria.

    Sus inicios estuvieron tocados por la figuración, pero pronto se embarcaría en una de las aventuras más interesantes de la plástica mexicana: una abstracción que, a pesar de atender a ciertos motivos reiterados, nunca dejó de transformarse.

    Los críticos hablan de varias “etapas” en la obra de Felguérez, lo mismo como escultor que como pintor. Advierto, en general, dos rasgos estilísticos que se conjuntaron en su trabajo a lo largo de los años: la geometría y una suerte de gestualismo que fue acentuándose cada vez más hasta llegar casi al “action painting”.

    Pero hay un momento, un periodo, que me interesa particularmente: el de los años 70. Por esos años, Felguérez ingresó al Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. “Si entré aquí –se dijo- se supone que debo investigar. Pero ¿qué es lo que debo investigar?”. (Cito de memoria, por supuesto).

    Y lo que este pintor se puso a investigar es, según mi opinión, uno de los hallazgos más apasionantes en su obra y en el arte mexicano: por primera vez en nuestro país un artista se acercó a la computadora, hizo una alianza con ella y juntos –con la asesoría de algún programador- hicieron posible una inmensa colección de diseños geométricos que podían desdoblarse en una multitud de variaciones.

    Felguérez recogió muchos de ellos, los manipuló de mil maneras y los convirtió en algo que bautizó como “La máquina estética”: un conjunto enorme de obras que bien pudo llamarse “Poética de la geometría” o “Poética del espacio”.

    Muchos de esos diseños quedaron fijados en una superficie bidimensional; otros, parecían querer abandonar la bidimensionalidad –como sus murales escultóricos hechos con chatarra metálica- y saltar al “exterior”; otros más lograron salir del plano y se convirtieron en esculturas de pequeñas o grandes dimensiones.

    Estas obras están estructuradas a partir de esquemas geométricos de una belleza matemática: triángulos, círculos, cuadros de diversos tamaños, pero elaborados con una delicadeza casi musical. Las formas se combinan y desdoblan y vuelven a combinarse insinuando una extraña infinitud.

    Hace décadas, vi muchas de estas obras por primera vez durante varios días. La impresión que causaron en mí fue inmediata e inolvidable. Siempre que contemplo un Felguérez veo, debajo, esta matemática composición de la forma. ¿Resta esto cierto lirismo a su obra? No lo creo. Más bien la confirma.

    He aquí unas cuantas líneas que García Ponce dedica al artista en su libro arriba citado: “Ante su obra, no es difícil ver que Felguérez es un artista en el que la imaginación está regida por el concepto y éste encarna, se hace vida y presencia en la obra, gracias a ella”.

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