El Brutalista: Cemento, desplazamiento y la máquina del poder

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/ 12 febrero 2025

Una reseña de la película contendiente al Premio Oscar por Alfredo de Stefano

La película El Brutalista ha sido elogiada por su dirección audaz (Brady Corbet), la actuación magistral de Adrien Brody, y una fotografía que convierte el hormigón en poesía visual. Sin embargo, su verdadera fuerza radica en dos ejes narrativos incómodos y urgentes: la migración forzada como herida abierta y la explotación cíclica que perpetúan las élites, encarnadas en el magnate interpretado por Guy Pearce.

Brutalismo: Arquitectura del Desarraigo

El brutalismo no fue solo un estilo arquitectónico posguerra; fue un grito de resistencia. Surgió de escombros, diseñado para reconstruir ciudades —y sociedades— fracturadas. El protagonista, un arquitecto judío huido del nazismo en Budapest, personifica este ethos: su arte es tosco, funcional, sin ilusiones. Como el concreto expuesto de sus edificios, él mismo es un sobreviviente moldeado por el trauma, cuya obra busca perdurar en un mundo que se desmorona.

Pero el brutalismo, como el migrante, carga con el estigma de lo “innecesario”. Los edificios brutalistas, alguna vez símbolos de esperanza, hoy son demolidos o abandonados por considerarse hostiles. El arquitecto sufre el mismo destino: útil mientras su genio sirve al poder, desechable cuando su humanidad —su pasado, su vulnerabilidad— incomoda.

El Millonario y el Migrante: Un Pacto Diabólico

La relación entre el arquitecto (Brody) y el magnate (Pearce) no es un simple conflicto laboral, sino una alegoría del capitalismo extractivo. Pearce, con su frialdad calculadora, representa a las élites que romanticizan al migrante como “emprendedor resiliente”, pero solo mientras su sudor alimente la maquinaria del progreso. Su personaje evoca a figuras políticas contemporáneas que estigmatizan a los desplazados mientras se benefician de su trabajo: un ciclo perverso de idealización, explotación y descarte.

Esta dinámica refleja la hipocresía de Estados Unidos, nación construida por migrantes que hoy levanta muros. El filme expone cómo el sistema devora la creatividad del recién llegado, pero le niega pertenencia. No hay final redentor aquí, solo la crudeza de un juego donde el poder siempre cambia las reglas.

¿Espejo o Profecía?

Aunque no hay indicios de que Corbet buscara un manifiesto político, El Brutalista trasciende la biografía ficticia. El paralelo entre la arquitectura brutalista y la migración forzada es inevitable: ambos son productos de crisis, ambos resisten a través de la crudeza, ambos son condenados por recordarnos lo que preferimos olvidar.

La película no solo critica la explotación laboral, sino la violencia simbólica contra el desplazado: se le exige gratitud, se le niega agencia, se le reduce a un recurso más. En un mundo donde guerras y crisis climáticas desplazarán a millones en las próximas décadas, este filme no es un drama histórico, sino un espejo de nuestra complicidad en un sistema que construye rascacielos sobre huesos rotos.

Conclusión: Un Monumento a los Invisibles

El Brutalista no es fácil ni complaciente. Como el hormigón que celebra y denuncia, rasga la piel con su aspereza. Pero en esa aspereza yace su potencia: nos obliga a confrontar cómo tratamos a quienes reconstruyen lo que otros destruyen, y cómo el poder convierte incluso la resiliencia en mercancía.

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