A veces, no eres tú ni las matemáticas

Vida
/ 26 octubre 2024

EN ESTE ENSAYO DE 2011, A UNA MUJER DE 39 AÑOS QUE LLEVA OCHO AÑOS SIN TENER NOVIO ALGUIEN CON QUIEN TUVO UNA CITA LE PREGUNTÓ: “¿CUÁL ES TU PROBLEMA?”.

Por: Sara Eckel

En mi primera cita con Mark, me preguntó cuánto tiempo había pasado desde mi última relación.

Miré la mesa y sujeté mi cerveza. Siempre había odiado esa pregunta. Parecía tan descaradamente evaluativa: un asesor laboral preguntando por una laguna en tu currículum, un higienista dental preguntando con qué frecuencia usas el hilo dental.

Sabía que no me estaba evaluando. Llevábamos dos meses trabajando juntos y, en aquel bar abarrotado de gente, hablábamos con la naturalidad y franqueza de los buenos amigos: me contaba del dolor de su divorcio, las tensiones económicas, la soledad. Había estado rondando mi oficina, enviando correos electrónicos coquetos y —lo más adorable para mí y lo más mortificante para él— sonrojándose cada vez que le hablaba. Parecía que lo tenía en la bolsa.

Pero seguí sin contestar. No quería que supiera la verdad: que tenía 39 años y que hacía ocho que no tenía un novio serio. Ya había visto antes a hombres mostrarse reacios a esta información, incluso cuando las cifras eran más bajas. Me miraban con frialdad y curiosidad, como si fuera un restaurante con pocos clientes o una casa que lleva demasiado tiempo en venta. Y hubo un hombre que sí que se atrevió a preguntármelo: “¿Cuál es tu problema?”.

“No lo sé”, respondí.

“Pero eres atractiva, ¿no?”, dijo, como si ya no estuviera seguro.

“No sé qué decirte”, le dije. “No sé por qué”.

Ahora, ante la pregunta inocente de Mark, dudé. “Mucho tiempo”, dije rápidamente.

Mark no pareció darse cuenta de la evasiva. Dio un sorbo a su cerveza y pasamos a otros temas —nuestros compañeros de trabajo, las novelas de Douglas Coupland, Seattle— y luego, en una esquina a la salida del bar, a nuestro primer beso. Sabía que en algún momento tendría que contárselo. Pero aún no.

Cuando mi cita de antaño me hizo esa pregunta —“¿Cuál es tu problema?”. — yo estaba indignada por supuesto. Terminé mi copa y le dije que tenía que madrugar. Pero, sinceramente, su pregunta no era peor que la que yo me hacía casi todos los días. No era un autodesprecio en toda regla, sino más bien un vacío que me golpeaba en el pecho en determinados momentos: un largo viaje en metro de vuelta a casa tras una cita mediocre, una conversación telefónica con una amiga casada que de repente dice que tiene que irse, que su marido acaba de sacar el asado del horno.

Mi consuelo vino del lugar donde las mujeres solteras suelen encontrarlo: mis otras amigas solteras. Nos reuníamos los fines de semana por la noche, intercambiábamos historias divertidas y trágicas de nuestras desastrosas vidas sentimentales, nos reafirmábamos mutuamente en nuestra belleza, inteligencia y bondad colectivas, y nos maravillábamos de la idiotez de los hombres que no veían eso en nuestras amigas.

Sobre todo, intentábamos encontrarle sentido a todo eso. ¿Realmente nuestras amigas casadas eran mucho más deseables que nosotras? De vez en cuando alguien declaraba que las mujeres casadas en realidad eran desgraciadas, que eran ellas las que nos envidiaban. Pero esta teoría nunca llegó demasiado lejos: sabíamos que nuestras amigas casadas no cambiarían sus vidas por las de nosotras, por mucho que se quejaran de sus maridos.

Por supuesto, hay muchos libros populares y programas de televisión que detallan la vida de esas mujeres, pero en esas historias los hombres adorables se acercan constantemente a las heroínas en parques y paradas de autobús y las invitan a cenar. La mujer soltera de las comedias de situación nunca está sola mucho tiempo. Va saltando de un hombre a otro, cambiando de novio con tanta frecuencia como de bolso. Mis amigas y yo tuvimos varias citas y minirrelaciones, pero casi siempre estuvimos solas.

Aunque muchas de nosotras veíamos y disfrutábamos con estas series —y no nos importaba del todo que la gente comentara que nuestras vidas eran “como” las de las protagonistas—, el estereotipo que crearon de la soltera mayor de 30 años que busca un hombre nos ensombrecía. Ser una mujer soltera que preferiría no estarlo de alguna manera significaba que eras una imbécil, una cabeza hueca que tenía pocas preocupaciones más allá de ir de compras, la pedicura y preguntarse: “¿Llamará?”. A mis amigas y a mí no nos interesaban ni las compras ni la pedicura, pero eso no nos impedía sentirnos salvajemente avergonzadas por anhelar el amor.

Admitir que querías un marido —y además que te angustiaba no tenerlo— parecía una traición al feminismo. Se suponía que éramos mejores que esto. (No es que las feministas de verdad dijeran que fuera tan horrible querer una relación. Los correos electrónicos que recibíamos de NOW y Planned Parenthood se centraban en los derechos reproductivos y la igualdad salarial, no en las citas y el matrimonio).

Profesar una necesidad de amor también podía interpretarse como una prueba de que no estabas preparada para ello. Una noche de diciembre, mientras tomaba unas copas con un amigo casado, se exasperó con mis quejas (ciertamente molestas) por tener que pasar otras fiestas sin pareja. “Sara, en casi todos los aspectos lo tienes claro”, me dijo, “¡pero en este tema te conviertes en una chica ridícula!”.

Como todas las mujeres solteras del mundo, me había hecho a la idea de que el problema debía ser yo, que había algún defecto esencial que debía arreglar: arrogancia, baja autoestima, miedo al compromiso. Yo necesitaba que me arreglaran.

Como escritora independiente, no podía permitirme un buen terapeuta, pero mi trabajo me daba acceso a algunos de los mejores profesionales de la salud mental del país. Mientras escribía artículos sobre primeras citas y rupturas, entrevistaba a profesores de psicología y terapeutas, salpicando descaradamente la conversación con anécdotas de mi propia vida. Intentaba llegar a la raíz del problema, en beneficio de la humanidad femenina y en el mío propio.

También hablé con muchos autores de autoayuda. Había una mujer casada que decía que la clave para encontrar un alma gemela era madurar, dejar de quejarse y hacer algo con tu cabello. Estaba el Buscador Mágico de Almas Gemelas, que prescribía llevar un diario, largas caminatas, baños de burbujas a la luz de las velas y otros abracadabras. Y estaba “El Hombre”, es decir, un chico medianamente guapo que escribió un libro, que daba consejos sobre cómo ligar con él, lo que implicaba no ser crítica y tener el pelo largo.

Así que me dejé crecer el pelo. Tomé baños de burbujas. Y, por supuesto, empecé a examinar mis problemas. ¿Era mi fracaso el resultado de mi latente fobia al compromiso (hábilmente enmascarada como un deseo real de compromiso), como insinuaba un experto con peinado de casco? ¿Me sentía intrínsecamente indigna y transmitía esa baja autoestima a todos los hombres que conocía? (Otra amable sugerencia). ¿Mi incapacidad para “amarme a mí misma” significaba que era incapaz de amar a otro?

¿O no era lo suficientemente positiva? Los expertos estaban de acuerdo en que una actitud positiva era muy importante para atraer a los hombres. Yo lo veía, claro. Pero no es mi punto fuerte. Creo que el calentamiento global es real y que el cielo es una fantasía. Creo que la gente que piensa que “todo pasa por algo” no debe haber abierto nunca un periódico. Algunos lo llamarán negativo. Yo lo llamo realista.

Durante mi periodo de construcción de Sara 2.0 me ocurrieron muchas cosas buenas. Fui a colonias de artistas, enseñé a contar cuentos a jóvenes de entornos desfavorecidos, adopté un perro de rescate, aprendí a pararme de manos... todo bajo el lema “Aprendiendo a amar mi vida de soltera”. Y me aseguré de que todo el mundo supiera que mi vida era increíble, con o sin un hombre: ¡mi departamento encantador, mi carrera satisfactoria, mis amigos increíbles! Pero también sabía que no podía jugar esa carta demasiado a menudo, no fuera a ser que el coro griego llegara a la conclusión de que mi vida bien engrasada no dejaba espacio para el amor. Como me dijo una vez un amigo varón: “A veces ves a una mujer que tiene todo tan bien organizado que piensas: ¿Para qué me necesita?”.

Mis esfuerzos me hicieron ganar muchos amigos y llenaron mi agenda de actividades satisfactorias. Tenía citas por internet, citas rápidas y citas a ciegas. Tenía un pelo estupendo y una sonrisa segura. Pero seguía estando sola. Y en la oscuridad del sábado por la noche, aún me preguntaba: “¿Qué me pasa?”.

Mark y yo salimos durante un mes antes de que revelara mi currículum sentimental deficiente. Cuando lo hice, se encogió de hombros. “Por suerte para mí”, dijo, “todos esos otros tipos eran idiotas”.

Y eso era todo. Para Mark, yo no era un problema que resolver, un rompecabezas que armar. Yo era la chica de la que se estaba enamorando, igual que yo me estaba enamorando de él.

Seis años después, el pasado mes de junio, celebramos nuestro primer aniversario de boda. Mis amigas íntimas —con las que había compartido muchas sesiones improvisadas de terapia— habían venido a la boda en un pequeño parque de Brooklyn. Y también sus maridos.

¿Encontramos el amor porque crecimos, fuimos honestas y resolvimos nuestros problemas? No. Simplemente encontramos a los chicos adecuados. Encontramos a hombres que nos quieren, aunque sigamos estando de mal humor y neuróticas, no hayamos superado nuestros problemas profesionales y a veces hablemos demasiado alto, bebamos demasiado y digamos palabrotas en el telediario. Tenemos canas, ropa pasada de moda y malas actitudes. Pero nos quieren.

¿Qué me pasa? Mucho. Pero esa nunca fue la cuestión.

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