Causas de Borges

Vida
/ 23 septiembre 2017

    "Yo quiero recordar 
    aquel beso
    con el que me besabas
    en Islandia".

    Jorge Luis Borges

    Entre la preparación de dos charlas, una sobre “poesía visual” y otra sobre “arte y erotismo”, salta de pronto un poema de Borges: “Las causas”, que forma parte de su libro “Historia de la noche” (1977). Como en muchos más del poeta argentino, este poema es una enumeración, aunque éste termina con dos versos de índole amorosa.

    No resulta fácil calificar estos endecasílabos finales –versos de once sílabas-: el hecho de afirmar que son “de índole amorosa” parece una afrentosa obviedad. Se han escrito miles de poemas de amor y seguirán escribiéndose en cualquier soporte y de muchas maneras, pero en este momento importa detenerse en estos versos porque revelan al más íntimo Borges, y porque al hacerlo, también nos revelan. 

    “Otro poema de los dones” es igualmente enumerativo, pero su centro es menos amoroso que metafísico. Dice el poeta: “Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo / por la razón, que no cesará de soñar / con un plano del laberinto, / por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises, / por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad, / por el firme diamante y el agua suelta, / por el álgebra, palacio de precisos cristales…”

    La enumeración continúa hasta unos versos finales que cimbran a quien los lee más allá de los ojos anatómicos: “…por el sueño y la muerte, / esos dos tesoros ocultos, / por los íntimos dones que no enumero, / por la música, misteriosa forma del tiempo.” 

    En muchos sentidos, el aleph está aquí, presente en su infinita diversidad e imposiblemente condensado en unos versos o frases que prefiguran el vértigo de lo infinito. El hallazgo de “la música” como una misteriosa forma del tiempo” irradia una suerte de matemática poesía. 

    Este poema, escrito por el que alguna vez fuera un ultraísta, recorre su biografía intelectual y emotiva. Hay quienes consideran a Borges un erudito, pero quien traspone ese umbral enciclopédico que Umberto Eco homenajeó en su novela “El nombre de la rosa”, comprende que la erudición del poeta no pudo ni quiso ocultar sus emociones. Por eso su cariño por la milonga, Evaristo Carriego y algunos personajes del arrabal mítico.

    “Las causas”, cuyo título nos traslada a los albores del pensamiento, no está escrito en verso libre como “Otro poema de los dones”, sino en endecasílabos blancos –versos de once sílabas sin rima-, como “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Cada uno de sus versos es una cómplice y culta alusión a distintas épocas, personajes, civilizaciones, mitos, símbolos:

    “Los ponientes y las generaciones. / Los días y ninguno fue el primero. / La frescura del agua en la garganta / de Adán. El ordenado Paraíso. / El ojo descifrando la tiniebla. / El amor de los lobos en el alba. / La palabra. El hexámetro. El espejo. / La Torre de Babel y la soberbia. / La luna que miraban los caldeos. / Las arenas innúmeras del Ganges. / Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña. / Las manzanas de oro de las islas. / Los pasos del errante laberinto. / El infinito lienzo de Penélope…”

    Borges está presente de cuerpo entero en este poema: cada de sus tal vez consabidas enumeraciones responden a una inquisición o inquieren a la incertidumbre o a la duda. La historia de la humanidad, sus hallazgos, sus desgracias, su primer miedo están encriptados en estos versos de cierto aliento épico que concluye en un acto de suprema intimidad:

    “El tiempo circular de los estoicos. / La moneda en la boca del que ha muerto. / El peso de la espada en la balanza. 

    Cada gota de agua en la clepsidra. / Las águilas, los fastos, las legiones. / César en la mañana de Farsalia. / La sombra de las cruces en la tierra. / El ajedrez y el álgebra del persa. / Los rastros de las largas migraciones. / La conquista de reinos por la espada. / La brújula incesante. El mar abierto. / El eco del reloj en la memoria. / El rey ajusticiado por el hacha…”

    Como una cinta de interminables hechos, por estos versos pasan el origen del hombre y su doloroso suceder en el tiempo. 

    Y como en “La Ilíada” de Homero, uno puede escuchar el rumor de las armas, el batir de las olas contra las “cóncavas naves”, el llanto del pequeño hijo de Héctor y Andrómaca cuando éstos se despiden, sin saber que lo hacen para siempre. Pasan las edades, las épocas, los usos, las costumbres: pasa el tiempo:    
    “El polvo incalculable que fue ejércitos. / La voz del ruiseñor en Dinamarca. / La escrupulosa línea del calígrafo. / El rostro del suicida en el espejo. / El naipe del tahúr. El oro ávido. / Las formas de la nube en el desierto. / Cada arabesco del calidoscopio. / Cada remordimiento y cada lágrima. / Se precisaron todas esas cosas / para que nuestras manos se encontraran.”

    Estos últimos versos, deliberadamente subrayados, clausuran la puerta de la Historia –contingente, real y mitológica- para cerrare ante la privacidad de una confesión que involucra al azar: todo esto tuvo que suceder para que tú y yo nos encontráramos. Si uno solo de estos acontecimientos no hubiese ocurrido tal como ocurrió, tú y yo no estaríamos aquí, juntos, encontrándonos. 

    Todo fue necesario.

    Borges, el “poeta intelectual”, el autor de versos burilados en la memoria gracias a su invidencia –pues Dios, “con magnífica ironía”, le “dio a la vez los libros y la noche”-, pasa en este poema de la erudición autobiográfica y tribal a la confesión íntima e individual. Resulta un tanto anodino pretender comentar un poema, y más, uno como éste. 

    En otro poema –“La espera”- del mismo libro, Borges esboza una idea similar. Escrito también en endecasílabos, “La espera” es más breve; ambos conforman un binomio: “Antes que suene el presuroso timbre / y abran la puerta y entres, oh esperada / por la ansiedad, el universo tiene / que haber ejecutado una infinita / serie de actos concretos. / Nadie puede / computar ese vértigo, la cifra / de lo que multiplican los espejos…” He aquí el mundo de Borges, cuyo centro es el Azar, ése que rige a la vida y al amor.

    De la forma, puede decirse lo que cualquier lector advierte a primera vista. Algo se ha anotado ya en este texto: 

    endecasílabos blancos, algunos encabalgamientos, etcétera. Útil saber estas cosas, pero no es todo, a pesar de que algún sabio del lenguaje y la comunicación haya dicho: “la forma es el mensaje”. A un poeta como Borges no se lo puede leer como a un Oliverio Girondo, por ejemplo, también argentino.

    “Un volumen de versos –dice el propio Borges en el Epílogo de su libro- no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios…” En este caso, los medios del poeta se ven un tanto reducidos en virtud de la ceguera, pero no su capacidad creativa y su necesidad de decir, a pesar de todo. En esta época esa capacidad acude al endecasílabo o a otros metros, pues su memoria podía retener con más facilidad esos versos que “escribía” en la página de la mente.

    Así, su obsesión enumerativa se advierte más acuciosa que nunca. Su propio pasado y el pasado de la humanidad se precipitan en el inmenso contenedor de su recuerdo, como si tratase de sintetizar la historia del mundo y sus peripecias. La poesía de Borges no es tan omnímoda y erudita como parece; es, más bien y en algún sentido, recopilatoria. ¿Qué recopila? Su propio suceder en el tiempo; el suceder inopinado de la humanidad que Borges contempla como una cinta circular cuyo principio desemboca, otra vez, en sí mismo y en un presente a/histórico; un sordo suceder multitudinario, sí, pero también íntimo y emotivo.

    No fue necesario para él –ni lo quiso después, por razones obvias- jugar con la tipografía sobre la página: la estirpe de Borges es otra. Desde sus orígenes, la poesía ha recorrido muchos caminos, de la oralidad primera a la plasticidad digital, pero ha insistido siempre en los mismos enigmas. El amor es uno de ellos –y no pudo ser de otra manera-, por eso el poeta escribe en el último párrafo de su Epílogo: “De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad…” 

    Columna: Epígrafe. Nació en Monterrey, Nuevo León en 1957. Es poeta, teatrista y periodista cultural. Es autor de los libros “Textos”, “La Máquina Estéril “ y “Soñad Sólo los Daños”. Ha publicado en diversas revistas especializadas y periódicos del norte del país. Ha publicado también ensayo y creación literaria en revistas como “La Humildad Premiada” de la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades de la Universidad Autónoma de Coahuila. Ha impartido las materias de Español Superior, Morfología del Español, Sintaxis del Español, Crítica Literaria y Taller de Teatro en las aulas de la Licenciatura de Letras Españolas de la Universidad Autónoma de Coahuila. Es también maestro de la Universidad Pedagógica y ha ejercido asimismo las artes plásticas. Actualmente colabora en VANGUARDIA con su columna dominical Epígrafe en la sección Artes.

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