Cuando amar significa ser egoísta
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Sabía que tenía que aferrarme a lo que necesitaba, aunque eso significara recurrir a un abogado para conseguir la custodia (de un perro).
Por: Frederick Reimers
“No puedes usar a mi perro para atraer a otras chicas”, me escribió en un correo electrónico mi exnovia desde Taiwán. Había visto en las redes sociales que me había ido de excursión a esquiar con una mujer y había fotos del perro, Bhoga, saltando cuesta abajo en el rastro que nuestros esquís dejaron en la nieve.
No es que creyera que ella tuviera algo que decir sobre cómo pasábamos el tiempo Bhoga y yo. Un año antes, se había mudado de Portland, Oregón, a Taiwán para dar clases de inglés. Nunca habíamos tenido suficiente confianza. Tenía sueños inquietantes en los que yo le tatuaba cosas extrañas en el cuerpo. Lo que realmente le hice fue negarle el amor.
La primera vez que estuvimos juntos, una tormenta de nieve paralizó la ciudad. Ella faltó al trabajo y esquiamos por las calles. Me enamoré de ella poco después, cuando tocó el violonchelo en bata de baño. Pero un año después, a veces desaparecía durante todo un fin de semana y me llamaba para que la llevara a casa el domingo por la noche.
Mi ex incorporó a Bhoga en nuestra relación cuando era un cachorrito. Dieciocho meses después, cuando planeaba irse del país, acordamos que el perro se quedaría conmigo porque Taiwán exigía una cuarentena de seis semanas para los perros que llegaban al país. Me resultaba insoportable pensar que este cachorro tan sensible, que temblaba de miedo al paso de los autobuses urbanos, estuviera tanto tiempo encerrado en una perrera de concreto.
Bhoga era un señuelo poco probable para un nuevo amor. “Podríamos decir que le gusta estar en casa”, dijo mi madre cuando la llevé de visita a Wyoming. Sus papeles de adopción decían pastor alemán mezclado con bóxer, un eufemismo habitual para no escribir pit bull en los refugios de mascotas. Tenía cintura de avispa y pecho de tonel, con un pelaje áspero de color castaño y negro atigrado. Cuando salíamos a pasear, la gente volteaba a vernos. Hasta el nombre que le puso mi ex sonaba desgarbado, una palabra sánscrita que significa disfrute o indulgencia.
Aunque de cerca, los ojos amarillos de Bhoga transmitían amor. Era excepcional en aspectos que yo admiraba: educada, atlética y segura de sí misma (excepto en el caso de los autobuses urbanos). En el río, se sentaba plácidamente en la punta de una tabla de surf de remo mientras navegábamos por aguas bravas.
Dado que yo había sido víctima de acoso en la infancia, me encantaban su agallas: nunca comenzó una pelea, pero tampoco las perdió. Si quería algo —salir, que la rascara detrás de las orejas— golpeaba en silencio con las uñas de los pies el parqué hasta que te dabas cuenta.
Cuando estaba con amigos, rehuía las manos tendidas, pero más tarde invitaba al afecto. Uno sentía que ella decidía a quién darle su atención, lo que fue una revelación para mí. Me habían enviado a un internado a los 11 años y en la universidad mi primer amor de verdad me había dejado de la peor manera.
Esas traiciones me habían marcado y tenía problemas de confianza en las relaciones. Este confiado animal se comportaba como si no hubiera ninguna otra persona con la cual quisiera estar o alguna otra cosa que quisiera hacer. Así que por supuesto, la llevaba a citas, para probarles a las mujeres en las que me interesaba, y a mí mismo, que era capaz de amar y merecía ser amado.
Bhoga y yo fuimos a esquiar con más de una posible novia. En una ocasión, fuimos de campamento, y al amanecer una mujer y yo nos despertamos con el resoplido de un animal que empujaba las paredes de nailon de la tienda. Aterrados ante la idea de que se tratara de un oso, nos reímos aliviados cuando vimos que era Bhoga, que se había escapado por la noche y ahora daba zarpazos para volver a entrar.
Bhoga y yo nos habíamos hecho tan inseparables que, cuando mi exnovia volvió a Portland dos años después, no podía ni pensar en separarme de ella. Había cuidado de ella casi toda su vida y era más importante para mí que cualquier otro ser vivo.
Cuando mi exnovia me exigió que le devolviera a Bhoga y luego llamó a la policía cuando no le contesté, sentí pánico y hui a casa de mis padres en Wyoming. Luego busqué un abogado. Fue terrible, mi acto más egoísta, pero también el que más me fortaleció.
El abogado me preguntó si estaba interesado en un acuerdo de custodia compartida, pero no me parecía una buena opción; no podía imaginarme a mi ex presentándose a los intercambios. Así que me sugirió la estrategia de optar por el derecho de retención sobre el perro por concepto de gastos de pensión de Bhoga durante los dos años de ausencia de mi ex.
A un costo de 40 dólares diarios, el monto ascendía a 27.000 dólares, una cantidad ridícula. Algunos meses después, mi ex se rindió y me propuso llegar a un acuerdo, pero en lugar de pagarle por el perro, tendría que donar 2500 dólares a organizaciones benéficas relacionadas con los animales, cosa que hice con gusto.
No estaba orgulloso de la táctica judicial, pero el día que firmé los papeles, Bhoga y yo salimos a dar un paseo de celebración por la alta hierba del verano de Wyoming. Yo había decidido quedarme, sabiendo que el fácil acceso a los espacios abiertos nos convenía más a los dos.
Bhoga tardó casi una década en curarme. Hubo encuentros con nuevas mujeres y un intento de tener una relación permanente que duró un año, pero durante la mayor parte de ese tiempo estuvimos solos ella y yo, acurrucados en el sofá. Su pelaje olía a gamuza y sus patas a palomitas de maíz. Incluso un año después de salir con Eve, mi actual esposa, ella comentó con cierta frustración que yo parecía más interesado en acurrucarme con la perra que con ella.
En una ocasión, mi amigo Adam vino a pasar una semana conmigo en medio de su divorcio. Estaba afligido, sumido en la introspección, y Bhoga dormía en su cama todas las noches.
“¿Sabes algo sobre tu tipo de apego?”, me preguntó, mientras me entregaba el libro que estaba leyendo.
“Creo que mi tipo de apego es canino”, bromeé.
“Exacto”, dijo, “es un apego seguro”.
Siempre había entablado relaciones con parejas ansiosas y evitativas, y me habían sacudido con altibajos. Con Eve, por fin entendí que había encontrado a alguien que prefería reír que hacer la broma y que ponía cuidado en conservar sus amistades.
Por supuesto, Bhoga era un complemento seguro para los dos. Hubo innumerables caminatas en las que dio la vuelta para comprobar quién de los dos se quedaba rezagado. Cuando el golden retriever de Eve murió de cáncer en 2017, caminar con Bhoga fue el bálsamo de Eve. Más tarde, Bhoga acogió maternalmente a nuestro nuevo cachorro, Arlo, al que le lamía las orejas. Y en nuestra boda hace tres años, ambos nos acompañaron al altar: ella con una flor en el cuello y él con una corbata de moño.
Cuando regresamos del hospital con nuestro bebé, Bhoga, que entonces tenía 14 años, le dio la bienvenida con un olfateo y un lengüetazo antes de sentarse artríticamente en su cama. Sus orejas se erguían para compensar su creciente sordera, y en los paseos, cuando encontraba grietas en la acera, solía saltar con extravagancia sobre ellas. Nos preguntábamos qué era exactamente lo que aún podía ver. Los extraños se acercaban para acariciarla, atraídos por su dulce carita blanca por las canas y su lenta perseverancia, y quizá por los recuerdos de los perros ancianos que ellos mismos habían perdido.
Muchas veces al día la ayudábamos a levantarse del suelo cada vez que se caía, agradecidos de ser útiles por todo lo que nos había dado, que, en esencia, era nuestra familia. A menudo se me saltaban las lágrimas, lavando los platos o doblando la ropa, sabiendo que estábamos a punto de dejarla ir. Aquellos viejos sentimientos de abandono volvieron con fuerza. No quería hacerle eso, conociendo su miedo (común entre los perros) a quedarse atrás.
Cuando tomamos la decisión, nos sentimos aliviados de que un veterinario fuera a casa y le administrara medicamentos a Bhoga vía intravenosa mientras estábamos sentados con ella al sol junto a la estufa de leña. Murió en nuestros brazos, tal vez la mejor muerte que puede tener un perro, pero no por ello fue menos dolorosa de lo que pensé.
Lo que sí me reconfortó fueron las muestras de cariño de las decenas de personas que habían conocido a Bhoga; su serena presencia los había conmovido a todos. En comparación con otras pérdidas que he sufrido, el apoyo de amigos y familiares por la pérdida de nuestra perra fue incondicional. En el pasado, las condolencias por el amor perdido siempre estaban teñidas de culpa, como si hubiera podido elegir con más prudencia o comportarme mejor.
Lo irónico es que, al demandar a mi ex por la custodia de Bhoga, no podía haberme comportado peor, al menos en lo que a mi ex se refiere. Aprendí que, en el amor, el egoísmo puede ser tan importante como la abnegación, saber lo que necesitas y aferrarte a ello, aunque a veces eso signifique hacerle daño a otra persona. Al quedarme con Bhoga, me aseguré de conservar mi relación más segura, la que me permitió amarme a mí mismo y, con el tiempo, a los demás.