Cuando el costo de no casarse es demasiado alto
COMPARTIR
EN UN MUNDO INCIERTO, UNA ESCÉPTICA DEL MATRIMONIO CAMBIA DE OPINIÓN.
Por: Karissa Chen
En febrero de 2022, pocos días después de que Rusia invadiera Ucrania, le envié a mi pareja un mensaje de pánico: “Tal vez deberíamos casarnos”.
Pensó que estaba bromeando. Durante años le había dicho que no estaba segura de querer casarme nunca, a pesar de que él había dejado claro que quería casarse conmigo. Soy hija de padres divorciados; estaba escéptica sobre la utilidad del matrimonio. En el mejor de los casos, el matrimonio era una expresión (a menudo cara) de amor, un amor que podía expresarse de otras formas que no implicaran un cambio de estatus legal. En el peor de los casos, temía que el matrimonio fuera una prisión social y legal.
Pero eso fue antes de la invasión rusa, antes de que los expertos y los artículos de opinión de los medios de comunicación occidentales empezaran a preguntarse: ¿Esto envalentona a China para invadir a Taiwán? Un día después del ataque, empecé a recibir mensajes de amigos y familiares preguntándome si era seguro permanecer en Taiwán. ¿Quizás era hora de volver?
Llevaba más de seis años viviendo al menos a medio tiempo en Taipéi. Me había trasladado aquí con una beca Fulbright, con la firme intención de regresar a Nueva Jersey una vez finalizado el periodo de 10 meses de la beca. Pero al final de la beca, no estaba preparada para irme.
Ya tenía una vida aquí: un camino por el que trotaba, orquídeas que regaba, amigos con los que salía. Y lo más importante, tenía un compañero al que quería, un hombre bueno que me recordaba que trajera un paraguas si parecía que iba a llover, que me dejaba notas de amor y fruta cortada los días en que la depresión me agobiaba, que me llevaba de excursión improvisada a ver luciérnagas en la montaña.
El problema era que mi pareja es taiwanés. No me refiero a taiwanesestadounidense, como yo. Me refiero a taiwanés local, alguien que nunca había pasado mucho tiempo rodeado de estadounidenses, que domina el mandarín y el taiwanés y nada más. He bromeado con él diciendo que la mayoría de los taiwaneses que salen con extranjeros mejoran su inglés. En nuestro caso, yo mejoré mi mandarín.
Me preocupan nuestros orígenes diferentes: si mi mandarín mediocre y su inglés inexistente ahogarían nuestra comunicación; si nuestras diferentes preferencias alimentarias podrían causar fricciones; si algún día no estaríamos de acuerdo sobre dónde criar a nuestros hijos; si él podría aprender inglés lo suficientemente bien como para mudarse a Estados Unidos algún día; si la suma de nuestras diferencias me haría sentir sola y nunca del todo comprendida.
Una cosa que nunca me preocupó, porque nunca se me ocurrió, fue qué hacer en caso de guerra.
Pero aquel día, el aluvión de noticias siniestras en los medios de comunicación y los mensajes de texto de mis amigos acabaron por afectarme. Empecé a pensar en la posibilidad de que Taiwán fuera invadido por China y yo tuviera que evacuar a Estados Unidos. Si no estuviéramos casados, ¿tendría que dejarlo atrás?
”No quiero separarme si pasa algo”, le dije. “Quiero saber que si vuelvo a Estados Unidos, puedes venir conmigo”.
Tras una larga pausa, escribió: “Pero me preocuparía dejar a mi madre”.
”Tal vez podamos traerla con nosotros”.
”Ella nunca se irá”, dijo. “Tiene demasiados parientes y amigos aquí”. Y lo que dijo a continuación casi me rompe el corazón. “Si me voy, ¿qué pasa si nunca puedo volver? ¿Y si me arrepiento el resto de mi vida?”.
Comprendí demasiado bien ese miedo. Tuve el mismo miedo cuando, el 18 de marzo de 2020, embarqué en el último vuelo de Nueva York a Taipéi que llegaría a Taiwán antes de que el país cerrara sus fronteras a los extranjeros sin permiso de residencia. No estaba segura de estar tomando la decisión correcta.
Cuando mi madre se despidió de mí en la puerta de embarque, sentí una oleada de náuseas. No sabía cómo se desarrollaría la pandemia, si volvería a ver a mi madre, si estaba tomando una decisión de la que me arrepentiría el resto de mi vida. Sin embargo, embarqué en aquel vuelo, en parte porque no quería separarme del hombre que me esperaba en Taiwán.
Aquella noche, dos años después del vuelo, mi pareja y yo nos sentamos en el sofá, sombríos y serios, y volvimos a hablar del tema. ¿Debíamos casarnos? ¿Vendría conmigo a Estados Unidos si estallaba la guerra?
”¿No podrías convencer a tu madre para que venga?” le pregunté.
No, dijo, nunca la convencerían.
”¿Y si tuviéramos un hijo?” pregunté. Habíamos planeado intentar tener un bebé en el mes siguiente. A pesar de mis dudas sobre el matrimonio, siempre había sabido que quería tener un hijo. Incluso le había dicho que me importaba más tener un hijo juntos que estar legalmente unidos.
Hizo una pausa. “Si tuviéramos un hijo”, dijo, “entonces por supuesto que iría. No puedo dejar que nuestro bebé crezca sin su padre”.
”¿Así que yo no soy suficiente pero un niño sí?”. Era una pregunta irrazonable, un poco petulante. No es que no entendiera su dilema. Solo quería entender sus límites, su lógica. Quería saber qué esperar de él.
”Es mi madre”, dijo.
Asentí con la cabeza. Por supuesto. ¿Qué es una mujer a la que sólo conoces de unos años comparada con la que te parió y crió?
”¿Qué harías tú en mi lugar?”, preguntó.
”No lo sé”, dije, porque no lo sabía. Estábamos en un punto muerto. Su respuesta había hecho inane la cuestión del matrimonio, pues, aunque nos casáramos y él pudiera venir conmigo, dijo que probablemente no lo haría.
No volvimos a hablar de ello y China no invadió Taiwán. Y un mes después, descubrí que lo que creía que era una resaca de tres días en realidad era un bebé.
Incluso después de enterarme del embarazo, desconfiaba del matrimonio. Había oído que las leyes de Taiwán suelen favorecer al marido, que el divorcio no consentido es difícil de obtener, que los casos de custodia de los hijos favorecen históricamente al padre.
Pero a medida que crecía el pequeño frijol dentro de mí, empecé a reconsiderarlo. Pensé en lo difícil que sería para nuestra familia, desde el punto de vista burocrático, que mi pareja y yo no fuéramos reconocidos legalmente como una unidad. Ya nos habíamos quedado sin ciertas ayudas públicas para mujeres embarazadas por no estar casados; si seguíamos sin estar casados, el certificado de nacimiento de mi hijo no nombraría a su padre.
También era más que eso. Ahora, con un bebé, mi pareja y yo estábamos inextricablemente unidos; no éramos solo dos personas que se habían elegido porque se gustaban. Nos habíamos convertido en una familia. Ya no se trataba de no querer separarnos. Ahora, una separación forzosa sería una tragedia en nuestra incipiente historia familiar que alteraría el curso de toda la vida de mi hijo.
Nos casamos en julio, en una ceremonia civil discreta en el juzgado de lo familiar de Taipéi, con dos amigos como testigos. Mi pareja llevaba traje y yo un vestido blanco barato. Después de firmar los papeles, nos intercambiamos los anillos de 20 dólares que habíamos comprado en el mercado nocturno el día anterior. En el borde del anillo de mi marido estaba inscrito un aforismo: “La alegría es el doble de alegría, la tristeza es la mitad de tristeza”.
Unos meses después, di a luz a nuestro hijo, y ambos estuvimos a punto de perder la vida en el proceso. Fue la primera vez que vi llorar a mi marido. Durante días cuidó de nosotros con paciente ternura, sin quejarse a pesar de su insomnio. Le vi acunar a nuestro bebé contra su piel desnuda, con los ojos hundidos por las ojeras, y pensé: Qué suerte tengo de estar casada con este hombre.
Nuestro hijo ya tiene casi dos años. Buscamos preescolares mientras mi familia en Estados Unidos sigue preguntando cuándo volveremos. Dicen que es probable que China ataque Taiwán para 2030. Asiento y escucho, pero, como muchos taiwaneses, alejo esos pensamientos de mi mente. Debo hacer planes para el futuro próximo, en el que mi hijo irá a la escuela en Taipéi y su abuela paterna vivirá a 10 minutos de distancia.
Mi marido y yo no hablamos de lo que pasará si estalla la guerra. No hablamos de lo que supondría dejar atrás a su madre o para él adaptarse a un país en el que no habla el idioma. Sabemos dónde están nuestros certificados matrimoniales, tanto el acta original como su traducción al inglés, en un cajón junto a nuestros pasaportes.
Llevamos a nuestro hijo al parque infantil y comemos fideos y hacemos fiestas de baile al ritmo de “Baby Shark”. Incluso mientras la especulación pulula, incluso mientras rezamos para no enfrentarnos nunca a una decisión imposible, vivimos nuestras vidas aquí. Es lo único que podemos hacer. Y nos consuela saber que, venga lo que venga, lo afrontaremos juntos.