El día en que Fidel Castro bajó a los infiernos
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Acabo de despertar de un pesadilla totalmente atípica. Me qudé dormido viendo el noticiero, aunque antes alcancé a escuchar que Fidel Castro había muerto. Estaba leyendo con la televisión encendida algunos pasajes del Infierno de Dante, y me quedé pensando: “Si Fidel baja a los Infiernos, ¿cuál será el suplicio que el Diablo le tiene reservado? ¿Cuál será el suplicio que sufra un político condenado al Infierno?”
Mi subconsciente comenzó a trabajar. Soñé que entraba a un elevador en un centro nocturno. Busqué la puerta del baño de hombres y, creyendo que me encontraba varios pisos más abajo (he visitado antros muy raros), acabé saliendo al Infierno para Políticos.
En cuanto vi al primer diablo, exclamé:
–Si usted trabaja aquí, por favor dígame dónde está el baño. Tenga piedad, aún no estoy muerto.
El repentino diablo sonrió y dijo:
–Descuide, ya lo sabemos. En ocasiones dejamos que los escritores visiten en sueños el Infierno. El último que estuvo por aquí fue Francisco de Quevedo. Quería quedarse como voluntario, pero no lo dejamos. Ya verá. Sígame.
Entramos al Infierno para Políticos. Como los diablos no saben de política ni les importa, los pusieron a todos juntos, valiéndoles un cacahuate si eran de Derecha, de Izquierda, liberales, conservadores, o qué...
Para ellos un político, por el mero hecho de serlo, merece el Infierno. Los políticos no van al Cielo.
–¿Y qué clase de suplicios le aplican a los políticos? –le pregunté a mi guía.
El diablo aquel soltó un resoplido de burla y dijo:
–Sólo uno, pero muy efectivo.
Vi entonces a Margaret Tatcher amarrada a un diván de psicoanalista. A su lado, sentada en un mullido sofá, Virgina Woolf leía con lenta y doliente voz su novela Las olas. Francisco Franco estaba enterrado hasta los hombros, con la cabeza de fuera, mientras que Marcelino Menéndez Pelayo daba vueltas a su alrededor, disertando acerca de los heterodoxos españoles. Luis Echeverría Álvarez, encadenado a un pupitre, escuchaba una interminable cátedra que Daniel Cosío Villegas le dictaba, basada en los gruesos volúmenes de su Historia moderna de México.
Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin, recorría a pie la interminable estepa siberiana llevando a su lado derecho a León Tolstói leyéndole en voz alta Guerra y paz y, al lado izquierdo, a la esposa del novelista leyéndole la versión corregida del mismo tabique interminable.
Iósif Stalin era obligado a copiar a mano las obras completas de los formalistas rusos mientras tenía que soplarse al mismo tiempo una y otra vez la película Doctor Zhivago.
Mao Zedong debía utilizar suéteres con cuello de su mismo nombre y reescribía sus cinco tesis filosóficas en forma de haikús, vigilado por el poeta Matsuo Bash?, quien cada que leía un haikú de Mao, lo rompía y le decía: “Está mal hecho, vuélvelo a escribir”. El líder comunista hacía pucheros. “Como se nota que usted no ama a Mao”, respondía.
Los gemidos de dolor y los aullidos de desesperación de los políticos eran desgarradores. Me moría de curiosidad por preguntar: “¿Y cuál será el suplicio de Fidel Castro?”
Mi guía esbozó una sonrisa de barracuda.
–¿Se acuerda usted de José Lezama Lima, aquel poeta cubano que al morir pesaba como doscientos kilos? Aquí lo hicimos engordar hasta que pesara mil y Fidel va a tener que cargarlo durante todo el tiempo que se tarde en leer la primera edición de la novela Paradiso, que está tan llena de erratas y que es tan larga que nadie puede terminar de leerla sin que le sobrevenga una embolia.
Ante semejante suplicio me dieron ganas de salir del Infierno para Políticos, así que le pregunté al icónico diablo dónde estaba la salida y él, que se esmeraba en asustarme, me dijo:
–Usted llegó hasta aquí en elevador, de manera que lo regresaremos en catapulta. Pero no se vaya muy lejos: vamos a necesitarlo como suplicio para dos hermanitos exgobernadores coahuilenses que andan por allí. Le pedimos el favor a Julio Torri, pero él dijo que estaba muy entretenido con un cierto Óscar, que nos cayó ya hace tiempo. Usted es de Saltillo. ¿Qué sabe exactamente de eso?
–Yo no me meto en poítica. Sólo me dedico a lo mío.
–Eso dicen todos. Ándele, trépese, trépese. Voy a lanzarlo.
Cuando desperté, lo primero que hice fue saltar de la cama y correr al baño. Traía ganas de orinar. Mi pareja estaba viendo la TV en el momento en que empezaban a transmitir los funerales de Fidel.
–¿Sabías que convertirán en cenizas el cadáver de Castro? – me comentó–. No le quieren mostrar el cuerpo a nadie.
–No me extraña– le dije, mientras me terminaba de acomodar el asunto dentro de la bragueta–. Con toda seguridad quedó tan remolido por las mastodónticas nalgas de Lezama Lima que habrán tenido que recogerlo con espátula. ¡Cosa más grande caballero! –rematé pensando siempre en el poeta más grande –y más pesado– de Cuba.
Y, hablando de estos temas ultra terrrenos, ahora que Castro comenzó ya su camino al olvido, valdría la pena actualizar el tópico y preguntarse qué suplicio infernal le corresponderá a Donald Trump. ¿Lo obligarán a vivir en un beatnik? ¿Tendrá que recortar las interminables barbas de Walt Whitman mientras éste declama sus Hojas de hierba, en edición completa y crítica, anotada por eruditos de Harvard? ¿Quedará condenado a vestir permanentemente de china poblana y a trabajar en un restaurante de tacos y de sopes en Tijuana?
Es difícil imaginar un suplicio más cruel que el de nuestros paisanos, padeciendo por su culpa. Pero ya que Trump está tan obsesionado en mandar a todo el mundo de este lado de la frontera, me permito una sugerencia: ¿por qué no nos envía mejor a Ivanka antes de que el canadiense Justin Trudeau se la lleve?
Revista Corre, conejo
Treinta y quince y diario de reflexión No. 109
Zacatecas, Zac. México
Julio-agosto 2017