Hasta el final de los finales

Vida
/ 28 abril 2017

    Para Rosa Martha de la Peña y familia, con mucho cariño

    Todos hemos asistido a alguna ceremonia religiosa de matrimonio en algún punto de nuestra corta o larga vida, dependiendo de quién sea quien, por fortuna, se encuentra leyendo estas líneas. Más allá de la decoración, las invitaciones o el suntuoso vestido de la novia, el clímax de la ceremonia se encuentra en los votos de la pareja, específicamente cuando se dicen el uno al otro “Prometo cuidarte, amarte, respetarte (…) Hasta que la muerte nos separe”.

    Para muchos, lo anterior son sólo palabras anidadas a un discurso cliché de boda; sin embargo, para tantos otros, es mucho más que eso. Para tantos otros no son sólo promesas, sino tatuajes en la memoria y en el corazón. Póngase cómodo, querido lector, que pretendo robarme su atención por un buen rato. Bendito sea el amor, que “hace” más de lo que muchos creen que “deshace”; que crea en vez de destruir. Bendito tú, amor, que unes almas en la cercanía y en la distancia; que entrelazas destinos para convertirlos en uno solo. Si existe quien afirmase que las cosas buenas de la vida no se hacen por amor, entonces se encuentra muy lejos de saber lo que es realmente vivir la vida en su máximo esplendor.

    Volviendo al punto, “Hasta que la muerte nos separe”. Qué fácil decirlo, señores; qué fácil pedirlo y exigirlo a nuestro prójimo o a cualquier ser querido. Tanto se nos ha dicho que “debemos” amar a todos los que nos rodean, que precisamente en eso se ha convertido la encomienda: en una trágica y sobrevalorada obligación. Sin embargo, qué difícil y admirable quienes logran cumplirlo y lo hacen por la voluntad de hacerlo; la voluntad del “sí quiero”. Y no digo “difícil” porque el amor lo sea, pues amar dista mucho de forzar y lastimar. Digo “difícil” porque en el mundo somos pocos quienes tenemos palabra de honor; quienes, sin dudas de por medio, nos comprometemos sin miedo al porvenir, sin miedo al “qué dirán”.

    Sin miedo a despertar un día y que quien te ama cese de hacerlo, pues el verdadero amor nunca termina. Sin miedo a que el otro no nos dé lo que esperamos, pues simplemente no esperamos; sólo damos… Sólo nos damos. Qué bello cuando se está por entero y por completo para el otro, cuando se está por ganas de estar y no por la necesidad o la dependencia. Cuando se acompaña por gusto y placer y no por lástima, esa que nadie se merece.

    Qué fascinante cuando verdaderamente se ama, se cuida y se respeta al ser querido, pues no es más que un reflejo de lo que uno lleva en su interior. No es más que un reflejo del amor que uno se tiene hacia uno mismo. Así, cuando al final de los finales se llega la hora de partir; cuando ese “hasta que la muerte nos separe” cumple finalmente con su certera profecía, aquellos que se entregaron sin medida y con el alma sabrán que la muerte podrá separar cuerpos, contacto y cercanía, pero nunca separa los recuerdos, las risas y las veces que, lentamente y sin prisa, se dejaron acariciar el uno al otro todas y cada una de las fibras sensibles que conforman a su corazón.

    En resumidas cuentas, bien se dice que las palabras se las lleva el viento. Pero, citando a Jorge Luis Borges y dándole (como de costumbre) la razón, “Lo que de veras fue, no se pierde. La intensidad es una forma de eternidad”. Es por eso que admiro tanto a quien toma acción en ellas; a quien transforma un momento en infinidad. A quien, discrepando con mi adorado Joaquín Sabina, al punto final de los finales sí le agrega dos eternos y esperanzadores puntos suspensivos.

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