Auschwitz, última parada: cómo sobreviví al horror

Politicón
/ 24 mayo 2020

Por: Eddy de Wind 

¿A qué distancia se hallan esas borrosas montañas azules?

¿Qué dimensiones tiene la llanura que se extiende a la radiante luz del sol primaveral? Es una jornada para quien no está preso. Una sola hora a caballo a pleno galope. Para nosotros están más lejos, mucho más lejos, están infinitamente más lejos. Esas montañas no son de este mundo, no de nuestro mundo, porque entre nosotros y esas montañas se encuentra la alambrada.

Nuestro anhelo, la salvaje palpitación de nuestros corazones, la sangre que nos fluye a la cabeza, es todo impotencia. Entre nosotros y la llanura, después de todo, hay alambre. Dos hileras de alambre sobre las que arden suavemente pequeñas luces rojas, como señal de que la muerte nos está acechando a todos los que estamos aquí presos, en este cuadrado rodeado de dos hileras de alambrada de alta tensión y un muro alto y blanco.

Siempre esa misma imagen, siempre esa misma sensación. Estamos ante las ventanas de nuestros respectivos Blocks viendo la seductora lejanía y nuestro pecho jadea de tensión y de impotencia.

Nos separan diez metros. Me asomo por la ventana, como si buscara con la vista la lejana libertad, pero Friedel ni siquiera puede hacerlo, pues su cautiverio es aún mayor. Mientras que yo aún puedo moverme libremente por el Lager, eso es algo que a ella le está vedado.

Vivo en el Block 9, un barracón común y corrientepara enfermos. Friedel vive en el Block 10 y allí también hay enfermos, pero no como en mi Block. En el mío hay personas que han enfermado por crueldad, hambre y trabajo desmesurado, causas naturales que llevan a enfermedades naturales, recogidas en diagnósticos.

El Block 10 es el Barracón de los Experimentos. Allí viven mujeres que han sido mancilladas como nunca fue mancillada una mujer —en lo más bello que posee: su esencia de mujer, su capacidad de ser madre— por sádicos que se llaman a sí mismos profesores.

También sufre la muchacha que debe permitir los salvajes  arrebatos pasionales de un bruto incontrolado, pero el acto al que se ve sometida contra su voluntad procede de la vida misma, de los instintos vitales. En el Block 10 no acucia el deseo irrefrenable, sino una quimera política enfermiza, un interés financiero.

Todo esto lo sabemos cuando miramos a la llanura polaca meridional, cuando quisiéramos correr por los prados y pantanos que nos separan de esos azules Beskides en nuestro horizonte. Pero sabemos aún más. Sabemos que para nosotros solo existe un final, solo una liberación de este infierno de alambre de púas: la muerte.

También sabemos que aquí la muerte se nos puede presentar en diferentes formas. Puede llegar como una guerrera honesta contra la que el doctor es capaz de luchar y, si bien esta muerte tiene aliados subalternos como el hambre, el frío y las alimañas, sigue siendo una muerte natural, clasificada entre las causas de muerte oficiales.

Aunque hasta nosotros no llegará así. Sí vendrá por nosotros, como vino por todos esos millones que nos precedieron. Sí vendrá por nosotros, deslizándose e invisible, incluso casi sin olor.

Pero sabemos que solo es el Tarnkappe, el manto de la invisibilidad, lo que no nos permite verla. Sabemos que esta muerte lleva uniforme, porque en la llave del gas hay un hombre vestido de uniforme: SS.

Por eso los anhelos se nos disparan cuando miramos con ilusión hacia las borrosas montañas azules que apenas se encuentran a treinta y cinco kilómetros, si bien para nosotros parecen infinitamente inalcanzables.

Por eso me asomo tanto hacia la ventana del Block 10, donde está ella. Por eso sus manos agarran con tanta fuerza la tela metálica que clausura las ventanas. Por eso apoya la cabeza en el quicio de madera, porque no puede aplacar el deseo que despierto en ella, al igual que nuestro anhelo de esas elevadas y borrosas montañas azules.

 

Eddy de Wind PSIQUIATRA Y ESCRITOR. Nació en 1916 en Holanda. Médico y psiquiatra, en 1943 trabajó como voluntario en Westerbork, un campo de tránsito holandés, en donde conoció a Friedel, una enfermera de 18 años con quien contrajo matrimonio. En 1944, los trasladaron a Auschwitz, en donde fueron separados. Sobrevivieron.

En 1946 fue uno de los primeros en escribir sobre “el síndrome del campo de concentración”. Murió en 1987.

 

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