Por: Damià Bonmatí
Ellos mismos lo llaman el tráiler de la muerte. El 23 de julio de 2017, un empleado de un establecimiento de Walmart en San Antonio alertó a la policía sobre el tráiler estacionado en el aparcamiento. De su interior había salido una persona que pedía agua.
Cuando llegaron las autoridades, encontraron a decenas de inmigrantes corriendo, a otros inconscientes en el suelo, y a varios sin vida en el interior del camión comercial.
El tráiler había viajado durante horas desde la frontera de Laredo hasta San Antonio con decenas de personas a bordo --algunos recuerdan más de cien-- hacinadas, en un vehículo sin ventilación y sin aire acondicionado. Era su entrada a Estados Unidos.
Diez personas murieron en la que se considera la peor tragedia de tráfico humano en más de una década en el país. Decenas sobrevivieron.
Los que despertaron de la pesadilla se encontraron una realidad peor de la que trataban de huir al migrar, que ahora se agrava más. Sobrevivieron al calor extremo, la asfixia y el coma pero, desde entonces, arrastran problemas de salud, traumas, deudas y pobreza extrema.
Dejaron de medicarse y huyeron de los médicos. Ahora, en mitad de la pandemia, son enfermos crónicos y no tienen con qué comprar comida.
Manuel Martínez Esparza ha estado pidiendo dinero prestado para comprar comida para él y su esposa durante la crisis del coronavirus. “Estoy pidiendo a la gente del otro lado que todavía trabajaba un poco”, cuenta por teléfono desde México. “Pero eso también se va acabar”, augura.
Un sentimiento muy feo dentro que no se me quita con nada”
Manuel
“El otro lado” es Estados Unidos. “El otro lado” son inmigrantes también azotados por la pandemia y que eran, hasta ahora, el oxígeno para familias como la de Martínez, que subsisten en una aldea remota del estado de Zacatecas.
Varios bancos mexicanos estiman una caída del 17% de las remesas este año, e incluso más, en estados como Zacatecas. En estos pueblos y aldeas, el norte no es un punto cardinal. Es un deseo fuerte y clavado en los huesos que se transmite de padres a hijos, entre amigos y vecinos, que sella y separa familias, y que está presente de por vida.
Cuando visitamos la zona en otoño de 2019, no había familia ni vecino que no tuviera a un hombre en Estados Unidos o que no hubiera estado allí de manera clandestina varias veces durante su vida.
Manuel Martínez Esparza y su hermano Ricardo no fueron la excepción, y probaron suerte el verano de 2017. Ricardo tenía 23 años y era el más pequeño de los hermanos. Había visto cómo los mayores se habían ido a Estados Unidos y cómo Manuel iba y venía de mojado desde hacía más de una década. Le dijo que quería irse también.
El padre, Isidro Martínez, sentía que perdía a su último hijo en casa y su principal sostén económico, pero se endeudó para reunir dinero para los dos. Miles de dólares. “Él era el que nos arrimaba de comer siempre, está uno al día aquí”, cuenta en la única sombra del pequeño cementerio municipal en el que está enterrado Ricardo, entre malas hierbas y flores secas.
Todo fue muy rápido: el autobús, el cruce, la casa de seguridad y el ride para San Antonio. En las redes de tráfico humano no hay opción de elegir. A ellos les tocó ese trayecto.
Manuel y Ricardo se vieron en Laredo, Texas, entrando a un enorme tráiler blanco, lleno de gente, sin refrigeración ni luz. La gente empezó a quejarse. Les faltaba el aire, se asfixiaban de calor. Lo último que recuerda Manuel es estar abrazado a su hermano.
“Solo nos decíamos mi hermano y yo que aguantáramos, aguantáramos hasta llegar a San Antonio. Ya me sentí desesperado. Ya no supe en qué momento me desmayé y ya no supe ni de mí ni de él”.
Su hermano murió y él pasó casi 12 semanas en el hospital, dos de ellas en coma. Abogados de inmigración de Texas visitaron a supervivientes como Manuel en el hospital de San Antonio: iniciaron para ellos los trámites de visa, que deberían darles en cuestión de meses un estatus legal en Estados Unidos por ser supervivientes de un crimen federal. Ningún familiar podía cuidarlo en Texas, así que Manuel decidió volverse a México.
Cuando lo visitamos hace unos meses, apuraba una caja de ibuprofeno que le quedaba. Compraba cuando podía.
Martínez Esparza se había ido a dormir tarde la noche anterior. Estuvo vendiendo caramelos hasta que desapareció el último cliente y se mitigó el ruido de la feria. Su cama era un agujero duro, entre hierros y cajas, debajo del mostrador de un camión de dulces que iba de fiesta en fiesta. Las ferias de pueblos y aldeas de Zacatecas y San Luis Potosí eran su único modo de supervivencia.
Cuenta que arrastra casi siempre un resfriado, porque en estas zonas de calor traicionero por el desierto, la noche sorprende con el frío. Pero el resfriado es lo de menos.
Manuel siente taquicardias y dolores de cabeza a menudo; cojea, le duele la espalda, le estiran las cicatrices y le falta el aire cuando hace mucho calor o hay muy poco espacio. Tiene 33 años, pero camina como si tuviera el doble.
En el hospital de Texas recibió terapia psicológica y, al volver a México, tenía que seguir haciéndola. Pero nunca ha vuelto. No la puede pagar.
“De mis sentimientos por dentro, no soy el mismo. Como si no fuera yo. Hay muchas cosas que a veces son como para reírse... y yo no encuentro la diversión en las cosas”. Su esposa se molesta porque no le alegran ni las bodas ni las fiestas ni las quinceañeras. Pero a él no le nace.
También dejó de ir al hospital hace más de un año. “Era medicina muy cara para seguirme tratando”, dice. Se le sumaba el precio de la consulta médica, que le costaba como seis días de trabajo, y el viaje hasta la ciudad de Aguascalientes, a un par de horas de su pueblo.
Me agito, se me va la respiración”
Jorge
Con problemas de salud y sin empleo, un primo le dejó trabajar vendiendo dulces en los mercados. Ganaba unos 150 pesos al día (7 dólares). En marzo de 2020, vendió en una feria en San Luis Potosí. Esos fueron sus últimos ingresos y las pocas remesas que recibió desde Estados Unidos se están acabando.
No tienen más dinero para comprar despensa para la próxima semana y todavía menos medicamentos para él, un enfermo crónico, que arrastra problemas respiratorios desde la tragedia del tráiler.
Lo único que le generaba cierta ilusión era la idea de lograr una visa U para poder volver a Estados Unidos y, simplemente, sobrevivir. “Pero el coronavirus nos tiene muy mal, no podemos hacer nada”.
Le desespera. Han pasado casi tres años desde el accidente. La abogada le decía que los procesos van lentos. Pero ahora ni eso: “No me contesta”.
Las visas U, destinadas a víctimas de violencia en territorio estadounidense, arrastran enormes retrasos en sus procesos de tramitación, hasta cinco años, según datos entregados al Congreso de Estados Unidos. Algunos supervivientes fueron llevados directamente del hospital a las oficinas de ICE para testificar sobre la tragedia y participar en la investigación.
El abogado Michael McCrum, que representó a varios inmigrantes durante la investigación criminal, explica que el gobierno necesitaba testigos para enjuiciar al conductor del tráiler James Matthew Bradley Jr. ICE dejó sobre la mesa la opción de las visas U, pero nunca fue una promesa firme.
Pese a eso, las cinco familias de supervivientes con las que hablamos, poco conocedoras del sistema migratorio, vieron esas visas como una promesa. Los abogados aún contestan a algunos de ellos para aconsejarles paciencia; otros llaman sin recibir respuesta de sus representantes legales.
A Jorge de Santos siempre le ha costado llorar. Incluso ahora. Esta última semana de abril comenzó a vaciar su casa para conseguir comida: vendió un televisor, un refrigerador, un teléfono y sus herramientas de trabajo. “Para estas semanas en adelante, Dios sabe”, dice.
“Yo fui el último que me subí al tráiler. Y no me quería subir, la mera verdad, porque no me gustaba a mí ver mucha gente. ¿Cómo iban a pasar a tanta gente?. Y dije, ‘si me quedo, si me hacen algo los coyotes…”, recuerda.
“Empecé a ver personas que rezaban y que decían que se querían matar. Uno se imagina, ‘pues yo también me voy a morir aquí’. Yo lo único que hice, me puse en cuclillas, me senté y le pedí a Dios lo que Dios quiera”. Los sobrevivientes calculan que el tráiler transitó entre dos y tres horas, entre Laredo y San Antonio, pero De Santos perdió la consciencia antes.
La ausencia de noticias sobre la visa U es el único tema que le saca las lágrimas.
“Le he dicho a mis hermanos que yo no tengo miedo de volver. Yo quisiera que me dieran mi visa. Yo ya voy de viejo... pero [mis hijos] que todavía están chiquitos, que aprovechen sus papeles”. No hay miedo si se vive, como él, en una casa prestada, a medio terminar, en la que vive con su esposa y dos de sus tres hijos en el estado de Aguascalientes.
“Aquí está muy canijo”, decía. Lograba muy pocos trabajos en la construcción. “A veces no tengo. Yo digo: ¿compro pañales o compro pastillas? Mejor le compro pañales al niño, o su leche”.
Al teléfono, durante la pandemia, el relato de su situación económica suena todavía más extremo. Su último trabajo fue hace semanas, para un vecino, “andaba echando barditas y poniendo un tabique”, por lo que ganó 1,000 pesos (40 dólares) en dos días. Han pasado tres semanas, y ya no le queda de eso ni de las cosas de la casa que revendió.
Tiene tres hijos, hasta ahora casi no trabajaba y su esposa tampoco tenía empleo. Su salud es precaria desde la tragedia de San Antonio pero dejó de tomar la medicación y de ir a las citas médicas.
“Se me afectaron los riñones. Cuando camino, me agito, se me va la respiración. A veces tengo como mareos, como cansado”. Conserva cientos de páginas de reportes médicos en inglés, un idioma que él no habla.
Lo que dicen los informes es que fue un fuerte golpe de calor lo que llevó a De Santos al coma y a sufrir una coagulación intravascular diseminada y fallo renal. Los documentos indican que el paciente debía seguir citas médicas constantes, un tratamiento médico, terapias físicas y una dieta severa.
La noche de la tragedia, la doctora Jessica Solis-McCarthy, estaba de guardia en la sala de emergencias de UT Health San Antonio. Dice que los efectos de un golpe de calor son impredecibles a largo plazo. Pero pueden incluir problemas renales, respiratorios y motrices.
Sus cuerpos estuvieron sobrecalentados y sin oxígeno demasiado tiempo. Tanto ella como los documentos subrayan la preocupación de los doctores por no conocer nada de los historiales médicos de los pacientes y por la dificultad de tratamiento debido a sus estatus migratorios.
“Yo tenía mi dieta y la rompí, mi dieta. Por lo mismo, que no ajusta uno”, dice De Santos, de 44 años, cuya preocupación ahora es poner comida sobre la mesa de la casa, sea cual sea.
Pese a las explicaciones de su abogada, Santos no entiende cómo una visa para víctimas de un crimen puede tardar tanto pero su salud, dice, no le permite volver a emigrar clandestinamente y le toca esperar.
Otros no pudieron o no supieron esperar.
La tumba de José Rodríguez Aspeitia en el cementerio municipal de Palo Alto lleva la inscripción “recuerdo de su esposa e hijos”, pero no es suficiente para dejar de pensar en emigrar. El lugar se llama cementerio de San Antonio.
La mayoría en el pueblo se sabe de memoria su historia: Aspetia y su esposa vivieron durante años en las Carolinas, en Estados Unidos, criaron a sus hijos estadounidenses, pero se volvieron al pueblo. Cuando el dinero empezó a escasear, Aspeitia quiso volverse a trabajar a Estados Unidos. Pero, a sus 34 años, se convirtió en uno de los diez muertos del tráiler.
Del pueblo, Palo Alto, Aguascalientes, salieron varias de las víctimas de ese tráiler: José Rodríguez Aspetia murió, otros quedaron heridos y algunos se escaparon de la escena antes de que llegaran las autoridades.
Algunos regresaron a Aguascalientes pero, sin trabajo ni visa U ni esperanzas de futuro, volvieron a pagar a los coyotes y volvieron a cruzar ilegalmente la frontera.
“Se obsesionaron. Ven a los otros marcharse y también quieren irse de aquí”, dijo José Luis Moreno, padre de uno de los sobrevivientes de la tragedia. Él mismo trabajó clandestinamente en Estados Unidos de joven y, al igual que él, la mayoría de hombres migraron de este pueblo seco, de calles sin asfaltar, y casas humildes interrumpidas por paredes de hormigón y balcones metálicos pagados por las remesas.
Del mismo pueblo salieron Juan Daniel Tiscareño y su amigo íntimo José Rodríguez Espitia, también muerto en el tráiler. Tiscareño sobrevivió y fue devuelto a México mientras esperaba su visa U.
Pero la pequeña casa prestada en la que vivía con su esposa, Galilea, y su hijo de 4 años en su pueblo natal se convirtió en una jaula para él. Y su pueblo y sus estados aledaños, en un lugar donde casi no encontraba trabajo y se le acumulaban las deudas por el viaje fallido que terminó en San Antonio.
En las madrugadas gritaba al dormir, las pesadillas le despertaban, le dolía el pecho y su hermano adolescente lo devolvía a casa borracho y llorando, gimiendo que no soportaba tanto tormento, según relataron tres de sus familiares directos.
Desde que era pequeño quería esto”
Juan Daniel
Con 24 años, solo encontró una solución. Sin avisar a su madre, para que no temiera un nuevo accidente, el pasado julio de 2019 Tiscareño volvió a cruzar a Estados Unidos, donde actualmente hace trabajos manuales sin papeles, primero en Texas y ahora en el medio oeste americano.
Dice que en Estados Unidos no pasa el hambre del pueblo y puede mandar dinero a su familia. Ya ha pagado una deuda de 7,000 dólares a los coyotes y todavía le falta devolver unos miles más por el viaje a San Antonio que acabó en tragedia.
En diciembre de 2019 vivía en Texas con varios tíos que iban y venían a Estados Unidos desde que él era niño. “Voy a tratar de tumbar la casa que tengo en México. La voy a tumbar y hacerla nueva”, dijo cenando una hamburguesa en un Whataburger 24 horas.
Pero la oscuridad del tráiler no desaparece para él: cada vez le duele más la espalda, le falta el aire cuando está en sitios cerrados y ve relámpagos cada vez que orina. Ha ido al hospital pero nunca ha dicho que él sobrevivió al tráiler de la muerte.
Otros sobrevivientes, que no quisieron ser entrevistados, huyeron de la escena del crimen la noche del 23 de julio de 2017. Nunca se atrevieron a ir al médico para no ser detectados y subsisten con problemas respiratorios y motrices.
Tiscareño intenta pasar desapercibido en estos pueblos pequeños de Estados Unidos. En la pandemia sigue trabajando, con mascarilla, recolectando en los campos del medio oeste.
“Desde que era pequeño quería esto, venir a Estados Unidos. He visto que mis tíos tienen buen futuro viniendo para acá. Tienen sus buenas casas, buenos coches y vuelven a México y viven bien”.
Antes de la pandemia ya intentaba salir lo mínimo de casa. Lleva un suéter con capucha y gorra para que las autoridades de Estados Unidos no se percaten de que está de vuelta, que vuelve a perseguir un sueño del que ha oído y visto desde niño.
Un culpable en prisión
En varias entrevistas por teléfono a principios de 2020, el conductor del camión, James Matthew Bradley Jr., aseguraba estar arrepentido por la tragedia fatal. Insistía en que fue amenazado de muerte para transportar a los migrantes a San Antonio, Texas.
“En el Walmart, todos empezaron a salir del tráiler, estaban por todas partes, caídos en el suelo, pidiendo agua, me intentaban decir cosas, pero no sé hablar español, sé cuatro o cinco palabras”, explicó desde la prisión federal en la que cumple condena. “Llamé a mi esposa y le dije lo que había pasado, y llegaron los oficiales”.
El 20 de abril de 2018, Bradley Jr. fue condenado a cadena perpetua por la muerte de diez inmigrantes en el tráiler y el transporte ilegal de decenas más. En el juicio se desdijo de la versión inicial que dio a la policía, cuando explicó que descubrió los cuerpos al llegar a San Antonio. Tampoco aclaró qué hacía en la frontera, en Laredo, Texas, si no tenía ningún encargo comercial allí.
ICE confirmó que la tragedia de San Antonio es el crimen de tráfico humano más mortífero en más de una década, pero no contestó cuántas víctimas están en proceso de visa U o la han logrado.
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Este reportaje es parte de Reporting the Border, un programa del International Center for Journalists en alianza con el Border Center for Journalists and Bloggers, que financió el reporteo en Texas y México en el segundo semestre de 2019. La periodista local Jennifer González participó en la producción de esta historia. Pueden contactar al autor del reportaje a través del email damia.bonmati@nbcuni.com