Genios en vuelo

Vida
/ 4 mayo 2017

Dice un viejo chiste contado por los aviadores, que no hay que tener miedo a volar, a lo que hay que tener miedo es a no volar

En agosto de 1896, el ingeniero alemán Otto Lilienthal, vivió trágicamente la realidad plasmada en el viejo chiste de los aviadores, al perder la vida después de que su planeador se desplomara en picada. Pero no fue el único de los pioneros de la aviación que murió por no poder controlar el vuelo de sus aparatos.

La muerte de Lilienthal fue especialmente impactante para dos hermanos de Dayton (Ohio), dedicados a la reparación y venta de bicicletas, que habían seguido los progresos del aviador alemán con gran interés. 

La noticia del accidente mortal fue el desencadenante definitivo para que Wilbur (1867–1912) y Orville Wright (1871–1948) decidieran aplicar sus conocimientos de mecánica a una afición que llevaban años fraguando. Wilbur, el mayor de los dos, fue quien arrastró a su hermano a lo que llamaron ‘la solución al problema de volar’. 

De hecho, los hermanos Wright veían el vuelo como un reto en tres frentes distintos: 
1. Elevar a las cielos un aparato más pesado que el aire. 
2. Mantenerlo en las alturas y, el más difícil de todos: 
3. Lograr el control total del aparato en vuelo.

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El primero de ellos, ‘elevarse del suelo’ en un aparato más pesado que el aire, estaba esencialmente solucionado desde hacía mucho tiempo. El ejemplo de Leonardo da Vinci era el más conocido:  Da Vinci había resuelto (teóricamente)  el problema de volar en 1486. Menos conocido era el caso de los precursores Abbas Ibn Firnas (bereber andaluz) en el siglo IX, y el caso del monje inglés Eilmer of Malmesbury en el siglo XI, que intentaron volar con alas mecánicas amarradas a sus cuerpos. 

Pero cuando los hermanos Wright se aprestaron a la construcción de su primer planeador, prefirieron copiar el diseño de los biplanos creados, diseñados y volados por sus contemporáneos Octave Chanute y Augustus Herring. 

El mayor reto: controlar el vuelo
El segundo desafío del vuelo era la propulsión, que  también había sido explorada por algunos de sus coetáneos, entre ellos su compatriota Samuel Langley, el británico Hiram Maxim y el francés Clément Ader, quienes centraron sus esfuerzos en dotar a sus aparatos de poderosos motores para mantenerlos en vuelo. 

Pero el criterio de los hermanos Wright era que ya habría tiempo para pensar en la mejor manera de impulsar los aeroplanos. En una primera etapa ellos preferían conformarse con planear y aprender a gobernar sus planeadores.  

De hecho, el mayor de los retos, que hasta entonces ninguno de sus predecesores había resuelto con solvencia era ‘controlar el vuelo’.

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Las pruebas en el túnel 
Los Wright estudiaron también cómo controlar el cabeceo de los planeadores para evitar caer en picada (que fue lo que le costó la vida a Lilienthal), y optaron por un elevador frontal que levantaba la nariz del aparato. Hoy ese movimiento se controla con timones situados en la cola de los aviones.

Entre 1900 y 1902, Wilbur y Orville probaron sus planeadores en un túnel de viento construido junto a su taller de bicicletas, en la localidad costera de Kitty Hawk, en Carolina del Norte (abajo). 

Durante esos ensayos descubrieron que la flexión de las alas provocaba un efecto indeseable conocido como alabeo, en el cual el extremo del ala que quedaba por encima ofrecía mayor resistencia al aire, ocasionando que la nariz apuntase en sentido contrario al giro. 

Las pruebas en el túnel de viento mostraron que el timón de la dirección (en el plano vertical de cola), del que habían prescindido en sus primeros diseños, no servía para girar como ocurre en los barcos, sino para alinear la nariz con el giro durante el alabeo. 

Un invento con su sello
Los hermanos Wright no querían simplemente construir un aeroplano para ver si volaba o no, ellos ya sabían que eso era posible. Lo que pretendían era construir un aparato cuyo vuelo pudiera gobernarse con toda seguridad. Por eso, desde un principio descartaron la opción de Lilienthal, consistente en inclinar el cuerpo del aparato para hacerlo virar en una u otra dirección. 

Tampoco les convencía la idea de otros pioneros, que aplicaban a las alas un ángulo positivo respecto a la horizontal para darle estabilidad al aparato. 

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Los Wright creian que el piloto debía disponer de un control total sobre el vuelo, y que debía de haber un modo mejor de lograrlo.

Wilbur lo descubrió observando el vuelo de las aves, que inclinan los extremos de las alas para inclinar su eje longitudinal y así atacar y controlar el giro.

En aviación ese movimiento se conoce como ‘alabeo’. Y para aplicarlo a sus modelos, los hermanos inventaron un control que actuaba sobre los extremos de las alas. En las aeronaves actuales, este efecto se logra gracias a los alerones.

El padre del parapente
A Leonardo da Vinci siempre le llamó la atención el vuelo de las aves y le obsesionaba la idea de que el ser humano pudiera llegar a imitarlas, tal y como plasmó en sus numerosos bocetos. 

Después de varios años estudiando las características del vuelo, Leonardo pensó que si el aire se prensaba, sería posible que una máquina se suspendiera en él. Así concibió un aparato considerado hoy como antecesor del helicóptero.

En torno a 1486, Da Vinci diseñó una especie de paracaídas o parapente acompañado del siguiente enunciado: “Si a un hombre se le proporciona un trozo de tela de lino engomada con una longitud de 12 yardas (11 metros) en cada lado y 12 yardas de alto, puede saltar desde cualquier gran altura sin provocarse ninguna lesión”.

En el año 2000, el británico Adrian Nicholas se lanzó desde una altura de 3 mil metros equipado con un parapente similar al ideado por Leonardo da Vinci.

El valiente voluntario no sufrió ningún daño y su vuelo fue calificado como “hermoso” por los que pudieron contemplarlo (Nicholas dotó a su parapente de un pequeño paracaídas que accionó a los 600 metros de altitud para prevenir un accidente al tocar el suelo. 

Con información de BBCMundo

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