Quiero creer

Politicón
/ 2 febrero 2021

Y es que una cosa son los deseos e intenciones y otra muy distinta la realidad; queremos creer, pero hay poco en qué hacerlo

Antes de la exploración del espacio, los humanos de la antigüedad voltearon los ojos al cielo para aceptar una verdad increíble: nuestro destino estaba escrito en las estrellas, y el cielo era el hogar de dioses como Zeus, Mitra, Anubis o Quetzalcoatl, que controlaban todo por acá abajo. Pero la observación especial ha confirmado que no hay destino escrito en estrellas y planetas, y que no hay evidencia de algún Dios por allá arriba.

¡Lamento ser yo quien les diga que no hay Luna nueva en Aries!; hay luna llena porque la Tierra se coloca entre el Sol y la Luna, y ésta recibe los rayos del sol en su cara visible, por eso se ve completa. Aries por su parte, es un invento de los griegos de hace más de 2 mil 500 años. Luego vino la sustitución de esos dioses por nuevos como Yahvé, el Dios de la Biblia cristiana y otros como Alá, Shiva, Buda y Ganesha. Lo hicimos con el solo propósito de seguir creyendo que algo controla el universo y nuestras vidas. A esto, hemos agregado la existencia de almas, espíritus, fantasmas, demonios, ángeles, extraterrestres y todo tipo de agentes visibles o invisibles.

Y es que una cosa son los deseos e intenciones y otra muy distinta la realidad; queremos creer, pero hay poco en qué hacerlo. Al final, se trata de creer en algo, cualquier cosa que esta sea, una revelación, un mensaje divino, una señal, o algo o alguien con el poder y la intención de controlar nuestras vidas y destino. Sin pruebas contundentes la gente mantiene sus creencias, a pesar del hecho de que ha aumentado el conocimiento científico, del escepticismo, el laicismo y la educación.

La prueba está en los resultados de una encuesta aplicada en el Reino Unido, que reveló que más de 33 millones de sus ciudadanos creen en la vida extraterrestre. Esto es sorprendente tratándose de un país con un alto grado de desarrollo. Asusta saber que, si no se puede explicar algo en términos naturales, entonces debe ser algo paranormal o divino. En el caso de la fe religiosa, ésta se basa en los dichos aparecidos en textos milenarios, en una época en donde cualquier niño de quinto de primaria de hoy día, tiene más conocimientos que el más grande de los eruditos de esos tiempos.

Por eso resulta increíble que den por ciertos los dichos y hechos sucedidos hace un par de milenios, que se dieron en lugares hasta ese momento incivilizados, llenos de ignorancia y de dogmas. Lo mismo sucede con la perniciosa creencia en seres extraterrestres, de los cuales no existe un solo rastro comprobado.

Al respecto, pruebas aplicadas por el científico Michael Shermer, graduado en psicología por la Universidad Estatal de California y con un doctorado en historia de la ciencia, asegura que los seres humanos somos fáciles para encontrar patrones donde no los hay y para dejar de lado los que en verdad existen.

Autor del libro “El cerebro creyente”, Shermer dice que formamos nuestras creencias sobre la base de una variedad de razones subjetivas, personales, emocionales y psicológicas en el contexto de los ambientes creados por la familia, los amigos, la cultura y la sociedad en general; que después de formar nuestras creencias nos defendemos para justificar y racionalizar con una serie de juicios intelectuales, argumentos convincentes y explicaciones lógicas.

Se trata de engaños del cerebro, un órgano tan poderoso que nos convence de cosas increíbles; un órgano que no puede dejar de creer y que convierte patrones en creencias, que una vez formadas, buscan pruebas, aunque sean falsas y las confirma, lo que nos añade un impulso emocional de confianza en ellas.

Asegura que el cerebro es adicto a las creencias y que lo hace a partir de los datos sensoriales que fluyen a través de los sentidos. Que, apoyado en experiencias cognitivas, las damos como ciertas y que a pesar de que la ciencia es la mejor herramienta jamás concebida para determinar si se coincide con la realidad, la dejamos de lado.

El doctor Michael Shermer defiende un argumento que, para mí, es irrefutable: soy un escéptico no porque no quiera creer, sino porque quiero saber. ¿Cómo podemos saber la diferencia entre lo que nos gustaría que fuera verdad y lo que es realmente cierto? La respuesta es solo una, la ciencia.

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