La tía Teresa, la última habitante de un lugar del mundo

Tiene 78 años y es la única persona que vive en La Gamuza, un poblado de Ramos Arizpe. Los demás fallecieron o abandonaron esta tierra que Tere sabe de memoria. Sus cuatro perros, dos cochinos y tres gallinas calman la soledad de su retiro. A veces recibe la visita de su hijo... hoy, la de un reportero

Saltillo
/ 20 mayo 2018
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Por: Jesús Peña
Fotos: Mayra Franco/Luis Salcedo /Luis Castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Marco Vinicio Ramírez R.

 

 

Qué gusto, qué chévere, me digo, cuando oigo ladrar los perros de la tía Teresa a la entrada de su choza de tierra y carrizo, con seto de tabla.
Yo pensé que ya no encontraría a nadie en La Gamuza, pero sí.
Salió la tía Teresa, sus cuatro perros ladrando, con esos ladridos amermelados, a recibirnos.
Nada, que un tiro de culata, que por andar buscando lo que no habíamos perdido fue que vinimos a dar hasta acá, con ella, le digo.
Y ella se ríe con una risa larga, pícara, desbocada.
Ella pensaba que ya le traíamos algo, como mañana es Día de las Madres, un pastelito, una despensa, lo que fuera…
Una parienta le avisó desde la carretera por celular que la andábamos buscando.
Y como la parienta es medio tremendita, malició lo de la despena y el pastel:
“Ai van unos de una camionetita amarilla. Sabe quién serán”.
“Pero pásenle, pásenle”, dice hospitalaria la tía, con esa hospitalidad de la gente de las pampas, sin gota de decepción ni de enfado.
“Si viera que no me acuerdo de usted”, dice.
Hace algunos años estuvimos por acá para recoger la historia de su primo Ramón Villegas, le recuerdo, aquel hombre ciego como extraordinario que hacía adobes, cortaba leña de mezquite, echaba tortillas de harina y subía a la azotea de su casa, guiado solamente por los ojos del alma.
No, la tía Tere no recuerda, pero en fin.
No.
Hace ya tres años que su primo Ramón murió.
Un dolor de cabeza.
Vino su sobrina Juana por él y se lo llevó pa Ramos Arizpe.
Era la de la obligación, señor.
A los seis meses lo trajeron a enterrar al panteón de Santa Cruz.
Le dio un derrame.
La tía Tere lo cuidó siete años como un día.
“Que traime leña, le llevaba la leña, que traime agua, le llevaba el agua… Ah y si tienes una coca, traime una coca”.

 

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Venía un vendedor y ya le compraba lo que Ramón quería…
“Siete años como un día”, dice parada delante de su chimenea, algo cociéndose en la lumbre, el resplandor de una ventana grande pegando de lleno en el rostro arado por los años, la tía Tere.
“¿Cuántos me calcula?”.
No sé, 70.
“78”.
Miro a la tía Tere y no sé por qué pienso en esas viejecitas de campo: morochitas, cenicientas, espigadas, correosas, nevados cabellos, manos rudas, la voz mansa, ojos de miel, huaraches, delantal verde, de cuadritos, y debajo un vestido de un azul falso con florcillas rosas, inciertas, de tan desteñidas.
Esa es Tere, la tía.
Porque todos los de las rancherías vecinas le dicen así: tía, y ella se deja querer con esa querencia de las viejitas de rancho y les dice sobrinos.
En su cocina: una mesa con trastos, varias sillas, una estufa añosa, una pantalla que le trajo el hijo, las paredes con la Última Cena, un almanaque, el sombrero de palma de la tía Tere, sartenes colgando, una lámpara de petróleo, un reloj que paró a las 3:30 quién sabe si de la tarde o de la mañana de qué día, de qué mes, de qué año, de qué siglo.
Quién sabe.
En La Gamuza es como si tiempo se hubiera detenido.
No.

Aquí, ya nadie vive.
Y de los que vivían murieron; otros se fueron a buscarse la vida a otra parte.
Nomás ella queda, sus cuatro perros, sus dos cochinos y tres gallinas que tiene.
Ah, y un señor que cuida vacas en una pequeña y que pasa las noches en una casita que está allá, por aquella loma tirada.
De ai en más, nadie. 
Estaban acá los hermanos de la tía Teresa, un hermano y una hermana, nomás los tres, pero murió su hermano y luego su hermana...
Dice la tía, el rostro compungido, la voz quebradiza.
Pausa tensa, incómoda, nerviosa, grave.
Pero no.
No se vaya a creer que ella está sola; todos los días, pardeando la tarde, viene de Ramos su hijo Andrés, “el Pichirilo”, y se queda a dormir.
Y así.
Va y viene, viene y va.
No.

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Ella no tiene esposo, es madre soltera.
Nomás un hijo tuvo: el Andrés.
Ta casado. Tiene su familia. El día 2 de abril completó 50 años.
De 20 se fue de La Gamuza a trabajar y luego, luego se buscó la mujer.
Se la llevó muy tranquilo…
Es de aquí, de Fraustro.
¿Nietos? 
Son tres.
No.
Van a ver a los otros abuelos.
A ella nomas cuando tienen ganas.
“Por eso le digo oiga, no se vaya a enojar, agárrela… Yo porque así soy, lo que le voy a decir, se van a reír de mí… Mire: nietos, sobrinos, hijos, todos nos dan en la pura madre, ¿cómo ve?”.
Que cómo veo, pregunta la tía Tere, y cuenta con sus dedos toscos, rasposos, campesinos: nietos, sobrinos, hijos, en la pura madre.

Y mucha gente la apoya:
“Oye, qué bien le pusiste esa palabra, les digo, no, no es maldición, que la agarren a maldición...”. 
La tía Tere no maldice.
“Póngase a pensar...”.
Si conociera a su hijo, puras maldiciones, oiga.
Ella se queda asustada.
¿Entonces quién la visita aquí?
“A veces tengo suerte y vienen unos compadres, amistades, los sobrinos…”.
¿El Día de la Madre?
A veces su hijo, el Andrés, le da el regalo.
Lo que puede.
Pos uno está de pobre.
Lo que puede.
“Pa qué nos andamos regalando, pos si con la salud que tenemos basta”.
¿Ora? 
No sé. 
“Me daba un regalito así, poquito. Ya para mí es una fortuna, que 50 o 100 pesos”.
Una fortuna, dice la tía Teresa y el semblante se le enciende.

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“Le digo yo: ya con estas garras, con eso tengo yo pa irme pa Santa Cruz”.
Pal cementerio de Santa Cruz, dice la tía.    
“Porque allá nos entierran a todos”.
Es la verdad de las cosas.
Porque acá, en La Gamuza, en estas tierras indomables del semidesierto ramosarizpense, un día más es un día menos, morir un poco, morir de a poco.
Supongo.
Pero no.
Aquí no se llama así.
Aquí se llama El Carmen de la Gloria, lo que pasa es que la tía Tere le puso La Gamuza en todos sus papales y así se le quedó.
La Gamuza.
Pero no.
La Gamuza son ya puras tapias.
Allá nació ella.

María Teresa Villegas Villegas.
Después sus padres se mudaron acá y acá fincaron.
Empezó a fincar su papá.
"Yo le estoy echando la historia de La Gamuza", dice la tía Tere.
Y habla del general Coss y de unos Farías, que eran los dueños de este pedazo de mundo.
La tía Tere y su familia vivían en una tapia que está de aquí pallá, donde van las rodadas.
Allí nacieron, casi todos. Eran seis hermanos. Ya lueguito se cambiaron de casa, y luego a otra y luego a otra y luego a otra…
Los corrían los dueños.
Total que andaban toda La Gamuza con el liacho cargao.
“Sí, yo así digo, lo más claro es lo más decente. Y qué cree que decía mi papá, Dios lo haiga perdonao, al cabo nos nos vamos a llevar nada…”.
Hasta que aquí fincó su papá, y ya nomás fincó este cuarto y éste y ya se vinieron, jamás se han movido.
Sí, fíjese.
Me figuro a la tía Tere, no sé por qué, como una asceta que vive en una cueva, apartada del mundo, lejos de la civilización, comiendo yerbitas y raíces del monte.
No.

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Si a ella le llama la hermana, una que tiene en Ramos, tiene una hermana que ya nomás las dos quedan.
Que se vaya pallá, le dice.
Pero la tía Teresa no se va, porque la hermana tiene una muchachita muy chismosa y la verdad ella no.
“Sí, mejor sola que mal acompañada”.
Dice la tía y se ríe con esa risa suya: larga, pícara, desbocada.
“Yo creo que están diciendo: oye, pos qué señora, qué plática nos está echando”.
No, sí.
“Es la verdá de las cosas. Qué más hacemos oiga”.
Ya se le apagó la lumbre de la chimenea, doña… 
“No mire, ya está prendiendo”.
Dice la tía y echa más leña al fuego. 
Más leña al fuego.
Literal.
Imagino que para muchos el aburrimiento debe ser esto:
Un pellejo de tierra erizado de arbustos, de lomas, de tapias.

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Para mí no. Para la tía Tere tampoco. A sus 78 ella todavía trabaja. “Póngale que me da el Gobierno cada dos meses, pero hay que trabajar”.  Se tulle la gente. El Gobierno. Mil 160 pesos, cada dos meses. Del 65 y más. Pero todas las mañanas la tía Teresa sale con el sol tierno a regar los árboles y a cortar la mala yerba en una pequeña, como área verde, que es propiedad de unos señores de Monterrey. No. Poquito.   “Lo que sea son mil 900 cada 15”. Dice la tía. “Vámonos. Sálganle”. Oigo que les dice la tía Tere a sus perros, tres cachorros chaparritos y uno grandote, que todo este tiempo se la han pasado echados debajo de la mesa de la cocina, sesteando. “Ande, yo les pongo como se me viene. Mire a ese chiquito que anda ai le gusta mucho viajar en los carros, subirse a los carros y se sienta como una gente. Le gusta mucho pasearse”. Cuando viene el hijo de tía Tere, que trae su carro luego, luego el perrito arriba y se lo lleva a pasear a Saltillo y a ella también. Yo le digo “el Churrito”. A esta “la Chilindrina”.  Aquella es “la Paloma”. Y este es “León”.

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Los perros de tía Tere.
Si viera al “Churrito” cuando se va mijo… luego luego quiere subirse al carro pa que lo lleve a pasear.
La tía Tere tiene que agarrarlo en brazos o de plano meterlo a la choza y cerrar la puerta porque…
“Está zas, zas, zas, grite y grite que se va con mijo. No, no, no ‘Churrito’, aquí haces mucha falta”.
Lo que pasa es que el perrito ese tenía como roña en el pescuezo y no le habían dao al clavo, por eso se lo regalaron al Andrés, el hijo de tía Tere.
Lo curaron con aceite de ese negro, de los carros, y santo remedio, se curó.
“Mírelo ‘el Churrito’”.
Me dirá más tarde la tía Teresa.
Ahora estamos en el corral de la casa de tía con tía y sus cuatro perros.

 

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Aunque en la casa de tía Tere todo es corral, desde la entrada del rancho hasta el horizonte, que a esta hora, las 4:00 de la tarde del 9 de mayo, es un globo tenso y azul.
En el chiquero de tabla, dos cochinos.
Los cochinos de tía Tere.
“Quiero poner más pa entretenerme…”, dice.
Pa entretenerse.
Nomás que uno, pos, le salió chuequito, fíjese, ella cree que porque lo picó algún animalito, quién sabe.
El sol resplandece en la llanura plagada de arbustos como costras, como arañas grises.
Acá el silencio y la soledad son lugares comunes.
“¿Yo? Platico con los perros y los cochinos. Ah, y tres gallinas que tengo”.
Sí.
“Es que yo me parezco a una tía mía. La mamá de Ramón”.
Ella platicaba muy a gusto, fíjese, y luego se contestaba.
“Y ora me acuerdo y digo: ay, salió mi tía Vita del panteón. Luego un muchacho de allá me dice ay, doña Tere, de repente se va a aparecer uste por ai, pos platica sola; le digo no, con los perros… Oiga, no me esté retratando los pies”.

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Le digo porque salen las chanclas.
Acá es la noria de tía Tere.
Un pozo redondo, angosto y profundo, 22 metros, como un remolino subterráneo sin fin, de donde la tía Tere saca el agua pa los cochinos.
¿Pa tomar?
No. 
“Como a veces le caen pinacates o lagartijos, ya ve que las rendijtas. Le digo… de por sí pilla uno que me duele la cabeza o un pie o un brazo y luego…”.
Vamos andando con la tía Teresa y sus perros, “el Churrito”, “la Chilindrina”, “Paloma” y… 
Falta uno…
Ah así, es “León”.
No.
Él no viene.
Ya sabe que se tiene que quedar cuidando la casa.
En la trocha que separa a El Carmen de La Gamuza vieja, la mera tierra de la tía Tere, sopla un viento de catástrofe.
¿De jugar?
Puro jugar.
“Pos ya ve que uno jugaba a las muñequitas, se usaba mucho. Ora no, pos puro lujo: que el carrito y que esto y que lotro. Era que entonces estaba uno más pobre que ora”.
Más pobrecito.

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“Por eso le digo a mucha gente que viene, siempre salgo con la chancla, pos qué anda uno presumiendo si se crio uno con huarachitos, como dice la canción, de cuatro agujeros”.
Dice Teresa. 
Y suena su celular.
Es raro.
Un celular en medio de esta tierra feroz.
Un celular entre tanta nada.
“Nada, aquí. Voy paseándome con unos señores. Vienen a conocer La Gamuza”.
¿Es su hijo? 
“Sí él es…”.
“Soy madre soltera, no le digo. No se quiso casar el hombre. ¿Cómo ve?
“Ya ve que ahorita hay mucha gente entremetiche y empiezan que esto, que lotro, que pallá y pacá, que esto y que no te creas…
“No, pero, fíjese, lo saqué adelante al Andrés, ai ta”.
Seguimos por la trocha con el sol echado al espinazo.
Canijo calor.
La tía Tere se viene acordando de Ramón, su primo, el hombre ciego y extraordinario que miraba con los ojos del alma:
“Se nos jue Ramoncito y de él me acuerdo, no se me olvida porque empezaba grite y grite. No me decía Teresa, me gritaba Esa… Cuando quería una cosa empezaba: Esa, con aquellos gritotes.

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“Ya iba, ¿qué quieres hombre?, sí, tenía que gritarle, pos no oía, tenía que gritarle.
“No, pos quiero esto y quiero lotro. Deje a ver si tengo y si no, pos hasta el día que venga el señor del mandado.
“Aquí es donde nacimos nosotros. Mire.Esa es la entrada”.
Dice tía Tere y señala los cimientos de lo que fue la casa familiar: un cuarto de adobe para ocho: el papá, la mamá y sus seis críos. 
“Mire. Ai ta la seña”.
La seña, dice la tía Teresa.
Parece que hubiera llegado un ventarrón y borrado del paisaje la casa de tía Tere y su estirpe.
“La tumbó un señor, Dios lo haiga perdonao, si todavía estaba muy buena”.
Oigo que dice Teresa.
El viento bramando, aullando, gritando, bufando.
El viento.
Guardián de las ruinas.
“Estaba muy bonito, cuando estaba todo fincado, estaba muy bonito, pos es mi tierra, tengo que decir que estaba bonito...”.
Ahora son las puras ruinas.
Despojos de vidas, de recuerdos, de tiempos.
“Las casas estas de cuartos como bodegas, techos hasta el cielo y paredes espesas, eran de los Farías. Sí, fíjese. Las tenían bien arregladas, pero como dejaron mucho tiempo sin venir, pos empezaron a entrar las ratas y se robaron todo”.
¿Las ratas?

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“Sí, las que roban… Ese cascarón de adobe sin techumbre ni puerta era escuela”.
Allí estudió la tía Teresa.
¿Su maestra?
Muy buena. 
Era raro que castigara. 
Su maestra.
Se llamaba Bertha Aguirre.
Vivía en el rancho con su mamá.
Se iba todos los sábados en la mañana y para el domingo en la tarde ya estaba otra vez acá.
En el rancho.
La maestra.
“Mire. Éste era el salón. Y ahí pusieron el pizarrón. Ya no quedó nada”.
¿La maestra?
Se casó con uno de Las Imágenes.
“Mire. Aquí era la capilla”.
Dice la tía Tere.
Dentro, el vacío.
Una capilla de adobe sin santos, sin velas, sin flores, sin bancas, sin nada.
La capilla.
Desnuda.
Solitaria.
Profanada.
“Tenía su Virgen de San Juan, sus santos, nomás que se los robaron”.
No.

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“Si antes dejaron ese Sagrado Corazón y esa virgencita, porque están clavados pero…”.
Pobrecitos.
“Y luego, ¿qué cree que hacen?, vienen a buscar dinero. Mire. De aquí sacaron”.
Dice la tía Tere señalando en la capilla unos mosaicos levantados, la tierra floja, y platica de camionetas que entra y salen.
“Atínele cuánto sacaron. Nomás mirábamos las joyas”.
¿Usted las vio?
“Sí”. 
Añales tenía la tía Tere que no venía pacá.
“Todo se acaba”.
Dice Teresa y yo me pregunto si eso es la melancolía, la nostalgia.
De regreso a El Carmen por la misma trocha, sus perros pisándonos los talones, le hago a la tía Teresa una pregunta boba, nomás pa sacar hebra:
Tendría muchos novios, ¿eh?
“No, pos no muchos. Así, amistades”.
Y anduvo en bailes, ¿no?
“Sí, pero casi el baile a mí nomás no. La que sí se reía mucho era mi hermana, Dios la haiga perdonao. Ella todavía así como estaba, le faltaban 15 días pa 91 años, movía los pies, los movía…”.
Por el camino me entero que a la tía Tere le gusta rezar, ¿qué reza?, bueno, lo que sabe, y que es adicta a la Virgen de Guadalupe.
Ya hace rato que los perros de tía Tere nos sacaron ventaja, que nos dejaron atrás.
Llegando al rancho los encontramos echados a la sombra de unos mezquites que dan mucha sombra.
Y como los mezquites están a la orilla del pozo de agua llovediza que se formó cuando el papá y el hermano de tía Tere escarbaron pa hacer adobes, pos están más bonitos.
“Anda asoleado ‘el Churrito’”, dice tía Tere.
Nos sentamos un poco a quitarnos el calor, bajo el cobertizo de parches que hay a la entrada de la choza de tía Tere.

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Le digo a tía Tere que estaría bueno nos llevara a visitar lo que queda de la casa de su primo Ramón.
“¿La casa de Ramón?”.
No, se asusta si ve la casa de Ramón. 
Llena de pájaros.
Y la sobrina sin venir.
“Le dije: ya la casa, pa cuando vengas, no es casa”.
Dice la tía Tere. 
Y echamos a andar rumbo a la casa de Ramón.
Detrás de la puerta verde de lámina, soldada al marco por la mano del tiempo: un nido, un santuario de golondrinas.
Cagadero de golondrinas invadiéndolo todo.
Es la casa de Ramón.
Ahí está su chamara.
Su cuadro del Sagrado Corazón.
Su cama.
Su castaña.
Su mesa.
Sus trastos.
Todo está como él lo dejó antes de morir, que se murió.
Todo está como la última vez que estuvimos aquí, con Ramón.

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Pero entonces no había golondrinas ni cagadero de golondrinas.
“Ora las golondrinas son las dueñas de aquí”.
Dice tía Tere.
Cayendo la tarde, el cuarto de tía Tere es un museo permanente en el alma de la estepa:
El cuadro con una flor amarilla que hizo tía Tere cuando estaba en el último año de primaria.
La cama de fierro de su abuela.
La foto familiar a blanco y negro donde aparece un general Florentino García que estaba casado con una tía de Tere, hermana de su papá.
Y la Virgen de San Juan que era de su abuela. 
“Ya ve que todo lo de los muertitos recojo y luego cuando yo me muera pos… ya…”.
Le digo a la tía Tere que me gustaría volver.
Sí.
Que seguro vuelvo a La Gamuza pa seguir platicando con ella, no sé cuándo.
No sé.
Pero que vuelvo.
“Si vivo pos ai toy, si no pos… ni modo. Otra gente le va a decir: pos ya no existe. Sí, porque ya ve, la muerte nos lleva y nos lleva… ¿Cómo ve?”.

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