Salir del jardín a la sierra de Saltillo para redescubrir los hongos, esos maestros de la resiliencia
Una joven fotógrafa descubrió en los bosques locales mundos diminutos y coloridos, que antes sólo existían en su imaginación.
La primera vez que vi honguitos fue en estiércol de vaca. Era una adolescente algo curiosa; me gustaba tomar fotografías de insectos, pájaros, plantas y objetos inertes.
Alguna vez llevé honguitos atados al cuello en mi etapa hippie, a los 18. En esos años solía pasar mucho tiempo en Tumblr viendo arte, reblogueando frases y fotografías de hongos. Siempre quise tomar fotos de hongos con lentes macro; me fascinaban esos mundos tan pequeños, de formas y colores tan distintos.
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¿Por qué crecen en estiércol de vaca? Para mí era muy extraño y jamás investigué, solo pasaba horas en Tumblr. Los hongos me parecían lejanos y siempre soñé con ir a los bosques del sur de México o a los suizos e irlandeses, forrados de musgo verde vibrante.
Nunca pensé que en Coahuila hubiera hongos silvestres; para mí solo crecían en estiércol de vacas o caballos, ya que tenemos un clima semidesértico. Alguna vez vi hongos en el jardín de mi abuela y, obviamente, corrí a tomarles una foto.
No fue hasta que empecé a hacer senderismo que volví a ver hongos: un gymnopus en el Cerro del Penitente, en la Sierra de Zapalinamé. Maravillada por el hallazgo, empecé a detenerme un poco más y a mirar con detalle. En cada ruta busco hongos, aunque las épocas ideales son verano y otoño; septiembre es el mejor mes, pero desde julio empiezan a caer las benditas lluvias
También he visto hongos en diciembre o febrero, pero todo depende del clima. Aunque nuestro entorno es semiseco, en Saltillo el clima cambia con facilidad: a veces húmedo por la mañana y caluroso por la tarde, o al revés. Este año hemos tenido muchas lluvias desde que comenzó el verano, y eso es increíble y sano para nuestros bosques.
En el norte de México no estamos tan familiarizados con los hongos; nuestra cultura apenas los incluye en la gastronomía, a diferencia de otras regiones del país. Las comunidades indígenas, en cambio, mantienen desde tiempos ancestrales una relación estrecha con ellos para la medicina, la alimentación y la espiritualidad.
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Su cosmovisión y conexión con la naturaleza son admirables. Gracias a esa relación, hoy comparten su sabiduría en caminatas micológicas, divulgando la diversidad, la cultura y la importancia de cuidar los bosques y de reconocer el papel de los hongos en su salud.
Los hongos son los principales degradadores de materia orgánica muerta: auténticos recicladores. Forman relaciones micorrízicas con los árboles, es decir, una simbiosis que transporta minerales y nutrientes, beneficiando el suelo y las raíces.
Así como las plantas producen flores o frutos para reproducirse, los hongos producen setas. La mayor parte del hongo no se ve a simple vista. Vive oculto bajo tierra o dentro del material que descompone, en forma de micelio: una red subterránea de hilos que se entretejen recorriendo todo el bosque.
Tan solo en el Cañón de San Lorenzo, en la Sierra de Zapalinamé, hay más de 200 especies de hongos, según mi amigo Hugo Basurto, a.k.a Boletus, micólogo que desde 2022 se dedica a identificarlas. En Coahuila aún falta investigación de la funga y, sobre todo, divulgación para que nos familiaricemos con estas maravillas tan pequeñas de la naturaleza.
Estos seres me parecen fascinantes, no solo por sus formas, tamaños, colores u olores, sino porque me han otorgado mucha sabiduría. A lo largo de los años en que he aprendido sobre ellos, he encontrado muchas similitudes con los ciclos de la vida humana.
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Alguna vez, en una etapa personal en la que me sentía marchita, vi un pequeño documental llamado Let Things Rot, donde Giuliana Furci hablaba de detenerse a observar el bosque y ver, en un pedazo de tronco en descomposición, cómo ocurre el ciclo de la vida: para que algo nazca de la tierra, tiene que pudrirse. Con este breve documental de casi ocho minutos entendí varias cosas:
Vi cómo una parte de mi ser y de mi vida de ese entonces se estaba marchitando, murió como si se pudriera por dentro. Lo que parecía un final, en realidad era un inicio escondido. Y en medio de esa oscuridad húmeda, sin forma y llena de incertidumbre, poco a poco broté, no como una flor linda y brillante, sino como un pequeño hongo: frágil, discreto, pero profundamente conectado a todo.
Así me sentí, creciendo y transformando la podredumbre en posibilidad.
(Este es un texto de Ana Márquez publicado en el newsletter de VANGUARDIA, Coahuila Natural)
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