SEMANARIO: MI CAMPANARIO: Desde arriba

Semanario
/ 2 marzo 2016

    El tío cerraba la fila desordenada y gárrula. Delante de él, los cinco chicos subían por la calle empinada de angostas aceras, entre risas, empujones y protestas de cansancio. Desde el centro de la pequeña ciudad hasta la puerta de la iglesia en fiesta trepada en lo alto de la inverosímil escalinata, hacían su buena hora de camino.

    Pero valía la pena, porque allá arriba podían volverse y mirar a sus pies, como miles de cajas de distintos tamaños y colores, separadas en grupos por la cuadrícula irregular de las calles, entre el verde prieto de las huertas al sur y al poniente, las construcciones de la ciudad entre las que se levantaba gallarda la alta torre de Catedral, única que alcanzaba el nivel de los ojos, y las otras cuatro o cinco de los otros templos que formaban su corte. Hacia el oriente, tan lejana como para convertirse en una silueta azul, la sierra limitaba el valle verdeamarillo de las mieses en sazón, que hacia el poniente terminaba abruptamente con el cerro ocre que unas horas más tarde serviría como telón de fondo para el escándalo colorido del ocaso de vísperas de otoño.

    Los otros chicos se entretenían mirando a los danzantes subir y bajar las cabezas empenachadas al tiempo que sacudían las sonajas y dejaban oír el ruido seco de los arcos de madera en el simulacro del disparo, sin parar un momento el salto rítmico, ni cuando el Viejo de la Danza arrancaba gritos de terror medio fingido de las muchachas y las niñas que lo miraban. O acudían a la voz del tío que les ofrecía las manzanas cubiertas de caramelo rojo, las nueces de Castilla ya abiertas, o las rojas enchiladas espolvoreadas de queso blanco. O se unían con sus voces desafinadas al canto de las mujeres de mantillas negras que entraban a la iglesia en procesión, con la ofrenda de la cera trabajada en filigrana, rodeada de flores, sobre pequeños templetes sostenidos en alto entre dos o entre cuatro.

    Mariana veía todo eso, sí, pero como de paso. Prefería sentarse en lo alto de una de las bardas laterales de la escalinata y mirar hacia abajo cómo la ciudad iba cambiando lentamente su luz, cómo las nubes blancas por la mañana se acumulaban algunas veces hacia el poniente y se ornaban grises con amenaza de lluvia, cómo el sol oculto tras ellas iba dibujándoles un filo de oro tan preciso como las líneas que los niños trazan sobre el papel. O cómo en cambio el cielo permanecía limpio y azul la tarde entera, hasta que el sol empezaba a teñirlo hacia el poniente con todos los tonos del oro y del grana, en un crepúsculo más de los que eran el lujo del valle y de la ciudad anidada en su fondo, mínima y pobre y silenciosa.

    Cuando fue a vivir en la casa de la abuela, el horizonte redondo sin ni siquiera la sombra de un monte lejano la oprimpia con su vastedad solitaria. Los caminos que se alejaban del pueblo cruzaban siempre anchuras lisas de suelo amarillo cubierto de cielo amarillo, en las que las yerbas y los arbustos pardos se pegaban a la tierra, incapaces de subir. Nada, ni un sitio solo al que Mariana pudiera subir para mirar desde arriba algo distinto, formas y colores que le llenaran la imaginación.

    Mucho más tarde, de vuelta ya para siempre en su ciudad-hogar, Mariana volvió a recorrer muchas veces las calles empinadas que la llevaban hasta la pequeña iglesiatrepada en lo alto de la escalera inverosímil, para mirar desde arriba. Ya no la ciudad que se le iba tornando extraña aun enmedio del amor con que la miraba, sino su propia vida desdoblándose rápida como las avenidas de las lluvias del verano. Al fin todo estaba allí, dibujado en las nubes, pintado en los crepúsculos: el amor y el dolor, la pena y la alegría, la larga incertidumbre y la final seguridad. Todo mirado desde arriba, desde la paz duramente conquistada, la paz que ya nunca dejaría escapar.

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