La Vida Vivida

Semanario
/ 2 marzo 2016

    Mictario

    Altar de muertos. Coronándolo, Micta, la muerte nativa. A los pies del altar, el cadáver de un hombre joven. Él/ella habla desde la altura de su sitio.

    Yo soy Micta. Amo y ama de todos los finales. Nada ni nadie escapa de mí jamás. ¿Pretendías, amigo, que tú eras diferente de los otros? Qué va. En esto de morir, todos son iguales. Ahora estás ahí, tendido en el suelo, sin vida. Cantos, oraciones, lágrimas y quejumbre no podrán volverte a la vida. Estás ahí, pero en realidad ya no estás más. Hablo contigo como con un hombre vivo pero ya no estás vivo. Has partido. Ahora estás en aquella región de población innumerable. Micta empieza a descender por los escalones del altar.

    Escucha cómo lloran tus deudos. Finge que los escuchas mientras recuerdas tu vida. Qué hiciste durante los años que te fueron dados? ¿Cómo? Habla más alto. No te escucho. ¿Ahora te arrepientes de las cosas que hiciste? ¿Amaste profundamente? ¿Desperdiciaste tu vida en banalidades? La mayoría de los seres humanos suelen derrochar su vida. De nada sirve ya el arrepentimiento, ¿comprendes? El arrepentimiento no salva de nada, como creen algunos.

    No hay salvación, ¿comprendes eso? No hay de qué salvarse. No hay forma de salvarse porque nada hay de qué salvarse. De este lado no hay culpa. Ustedes han inventado un catálogo de culpas, de formas de salvación y de maneras de arrepentirse. Pero, ¿salvarse de qué? ¿Arrepentirse por qué? Micta sigue descendiendo.

    ¿Cuál era tu nombre? ¿Creíste que ésa era tu verdadera identidad? ¿Pensaste que pertenecías orgullosamente a una región de este planeta? No. La identidad es una ilusión que sólo surte efecto en el fugaz instante del vivir humano. Y las regiones no son más que demarcaciones sin sentido.

    Mírate: ¿qué identidad tienes ahora? ¿A qué región perteneces? Fuiste un lapso vertiginoso entre los abismos. Fuiste una interrogación que duró apenas unos años. Y entre ustedes unos años puede significar mucho, pero para nosotros, casi nada. Los siglos, los milenios, las civilizaciones pueden ser borradas con una simple sacudida de la piel del mundo.

    Soy Micta y sé muy bien de lo que hablo. No. No digas nada. Aunque gritaras, nadie te escucharía. Nadie escuchará tu voz nunca más. Fuiste un poeta, dices. Amaste a una mujer. sin que te amara. Escribiste poemas que ahora se declaman en las celebraciones oficiales y en los bares. ¿De qué sirvió tu muerte, poeta? ¿Fue tu suicidio un acto de supremo chantaje? ¿O encontraste en el amor un pretexto para dejar la vida? Micta llega hasta el cadáver del poeta suicida. Un revólver cerca del cuerpo muerto. Un charco de sangre se extiende en torno de su cabeza.

    ¡Poeta! ¿Sirvió tu muerte para que los mexicanos levantaran en tu nombre monumentos de frágil mármol? ¡Qué gratuidad, poeta niño! Ya no estás en el mundo. Tus deudos lloran la desesperación de tu fuga. Tus deudos son los mexicanos "ensimismados en su propio pasado".

    Una cohorte de mariachis te rinde tributo ante el blanco monumento que erigieron para ti. ¡Hermosos ángeles sostienen tu cuerpo desfalleciente entre sus grandes alas! Has muerto, poeta. Y ningún mármol, ninguna plaza que ostente tu nombre en ningún lugar de México podrá recuperarte. Has muerto de amor, poeta. Tú mismo me invocaste y fui tu Muerte.

    Fui Micta. En el preciso instante del disparo viste mi máscara horrenda. ¿Confundiste mi rostro falso con el de Rosario, tu imposible amor? Podría decirte: ¡Y bien! aquí estás ya... sobre la plancha donde el gran horizonte de la ciencia
    la extensión de sus límites ensancha.

    Pero no estás sobre una plancha de quirófano, poeta, sino aquí, en el suelo, unos instantes después de tu propio asesinato. Y tu sangre corre por el suelo, poeta. Ésa será tu aureola para siempre. Desde ahora, y para siempre, los mexicanos repetirán tus versos doloridos. Pero no hay salvación. No hay de qué arrepentirse. Ven. Levántate y cántanos tu dolor. Cuenta para nosotros el abalorio de tu sufrimiento. Dime al oído los versos que escribiste para esa mujer amada inútilmente.

    Soy Micta, poeta. Canta para mí tu dolor de amor. Dime, susurra para mí:

    A veces pienso en darte
    mi eterna despedida,
    borrarte en mis recuerdos
    y hundirte en mi pasión
    mas si es en vano todo
    y el alma no te olvida,
    ¿Qué quieres tú que yo haga,
    pedazo de mi vida?
    ¿Qué quieres tú que yo haga
    con este corazón?

    Al tiempo que dice los versos, Micta se inclina sobre el cadáver del poeta suicida hasta que queda tendida junto a él, como si durmiera. Su voz va apagándose.

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