Asesinatos, secuestros, amenazas: ¿Qué nos dice la violencia electoral?
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Para comprender el oscuro pasaje hacia la transición de gobierno, dos estudiosos del fenómeno político y criminal proponen revisar la historia. Desde 1928, con el magnicidio de Álvaro Obregón, el reacomodo de fuerzas ha dejado su huella de violencia y propiciado el destierro, literal y simbólico, de cada ex presidente.
El día siguiente al asesinato de Gisela Gaytán, la candidata de Morena a la alcaldía de Celaya, el presidente Andrés Manuel López Obrador eligió un discurso críptico para responder a preguntas de los reporteros en su conferencia habitual de cada mañana. “Hay una relación muy rara, un contubernio, como que hay un grupo que manda y tiene más poder que el gobernador”, dijo sobre la condición violenta de Guanajuato. “El gobernador gobierna, pero no manda, para decirlo claro”. Gaytán es hasta ahora la figura de mayor relevancia política que es asesinada en el marco de la actual contienda electoral, pero de ninguna manera la única. La agresión en contra de aspirantes y personas relacionadas en alguna fase del proceso ha rebasado cualquier registro que se tenga. Entre junio de 2023 y marzo de 2024, el Laboratorio Electoral contabiliza 156 agresiones, de las cuales 50 terminaron con el homicidio de 26 candidatos o precandidatos, y a ello se suman 22 atentados, nueve secuestros y 75 amenazas directas. El grupo de expertos dice que con ello se vive un incremento 200 por ciento superior a los hechos contabilizados en 2021, y superior también a los registros de 2018, considerado hasta hoy el año con mayor violencia electoral.
El asedio criminal que viven los políticos en contienda es solo una muestra del oscuro pasaje por el que transita México desde 2007. Con un promedio diario de 80 asesinatos, el gobierno de López Obrador ha superado con creces la cifra de homicidios cometidos en los dos sexenios anteriores, con más de 171 mil a principios de año. El panorama ensombrece aún más si se añade la desaparición de personas, la inseguridad en las carreteras, la desolación de vastas regiones del país y las expresiones de hastío ciudadano ante lo que consideran inacción institucional y falta de justicia. Frente a ello, el presidente mantiene firme su política de señalar el caos como herencia del gobierno de Felipe Calderón, y atribuye la difusión de hechos violentos a estrategias de propaganda impulsadas por “grupos conservadores”, a través de medios de comunicación y millonarias campañas en redes sociales. Como parte de ese clima enrarecido ha colocado a las publicaciones periodísticas que refieren investigaciones de la DEA para comprobar que sus campañas presidenciales desde 2006 fueron inyectadas con dinero del narco. Bajo esa idea, también, es que esta semana aludió al proceso electoral en Ecuador que terminó colocando en la presidencia a Daniel Noboa. El asesinato de uno de los contendientes, Fernando Villavicencio, generó un “ambiente enrarecido de violencia” que devino en una suerte de montaje, ha dicho. Lejos de ejemplificar con ello, las palabras de López Obrador terminaron por acelerar la ruptura diplomática entre ambos Estados.
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La hipótesis del caos inducido no es, pese a todo, descabellada. La sucesión presidencial no comienza ni termina con actos de campaña, conferencias y debates públicos. En torno a ella, o por debajo mejor dicho, operan las fuerzas reales. Para el caso mexicano, esos poderes fácticos son identificables: la Iglesia católica, los caciques políticos, los empresarios y los militares. Cada uno ha operado en conjunto o por separado en varios de los momentos clave de la historia nacional. Para comprender el presente, dice Guillermo Garduño Valero, es necesario revisar nuestro pasado. Experto en seguridad nacional y fuerzas armadas, el catedrático de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Iztapalapa) lleva meses documentando las condiciones que propiciaron la fractura del modelo político. Es la revisión de un siglo en el que se consumaron dos magnicidios y se intentó uno tercero, y cuya sombra se abate sobre el actual proceso electoral. “El nivel de violencia que se está alcanzando puede llegar a niveles que quizás no imaginamos. No quiero exagerar en ese sentido, pero la violencia que vemos hoy tiene características a escala. Ha ido escalando e indudablemente ha ido abarcando a personajes de mayor nivel, de mayor jerarquía. Esto puede crear incluso una situación tremenda y tener consecuencias para volver a recuperar el control. Tenemos entonces varios antecedentes que considerar”, propone Garduño.
Uno es el asesinato del presidente Álvaro Obregón, a escasos días de reelegirse, en 1928. Es un primer crimen de Estado que habrá de marcar no solo la historia sino el comportamiento de los grupos de poder en México, dice el investigador. El segundo lo encuentra en el contexto que rodea el asesinato de Luis Donaldo Colosio, en 1994. “Es un momento crucial en la vida del país, donde se desquicia la estructura política en pleno”. Los meses previos, en mayo de 1993, es abatido el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, arzobispo de Guadalajara. La primera versión oficial estableció que murió en medio de un enfrentamiento entre narcotraficantes que se encontraron en el estacionamiento del aeropuerto internacional de esa ciudad. Seis años más tarde, las autoridades y la iglesia católica concluirían que el prelado fue asesinado a conciencia. La muerte del cardenal ocurrió en el marco de las negociaciones del TLCAN que, entre otros aspectos extraoficiales, planteó la reconfiguración de las organizaciones de narcotráfico en México, de acuerdo con Garduño, y es precedente también de los planos de sucesión de obispos y arzobispos que dos años después ordenaría el Papa Juan Pablo Segundo. Ambos son eventos que terminarían por moldear dos de los poderes fácticos del país.
1994 inicia también con el levantamiento del EZLN, un hecho que terminaría por romper una de las oligarquias más poderosas: la chiapaneca. “Se trata de una estructura política que en ese momento se hallaba en su máxima posición de poder, con la figura de Patrocinio González Garrido, que de gobernador pasa a secretario de Gobernación, y deja como sustituto a un hombre llamado Elmar Setzer, que en realidad nunca gobernó”. El grupo encabezado por González tenía una alianza políticamente formidable con el Grupo Atlacomulco, de Carlos Hank González, entonces secretario de Agricultura, y con el ex presiente del Banco Interamericano de Desarrollo, Antonio Ortiz Mena. “Otro elemento de poder indiscutible que tenía Patrocinio era la alianza de gobernadores en el sureste. Es una región que para 1994 no tenía oposición. Y a ellos se agregaba la gente de Enrique Olivares Santana, el hombre fuerte en Aguascalientes, junto con su hijo Héctor Olivares Ventura, entonces Senador”.
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Es la estructura política del PRI al momento en el que se designa la candidatura de Colosio. Sin embargo, el candidato rechaza la subordinación al grupo, y no solo su muerte, sino el asesinato posterior del secretario general del partido, José Francisco Ruíz Massieu (septiembre de 1994), terminaría por quebrantar esa enorme alianza. En medio de ello, emerge con fuerza la figura de López Obrador, quien en noviembre de ese mismo año perdió la gubernatura de Tabasco frente a Roberto Madrazo Pintado, y comienza un movimiento político que culmina con su arribo a la presidencia de la República en 2018. “Esto ofrece una idea de cómo estaban configuradas las cosas en ese momento y cómo habrán de cambiar”. Ernesto Zedillo llega al poder presidencial y es víctima también de un atentado, de acuerdo con Garduño. “Ya como presidente electo -cuenta- acude a Los Pinos a comer con el presidente Salinas para acordar los puntos de la sucesión. Sale por la puerta que en ese entonces daba a (la avenida) Constituyentes, y en ese momento un camión a alta velocidad viene en sentido contrario, salta el carril y pretende impactarse contra el carro donde viaja Zedillo, pero el Estado Mayor Presidencial lo cubre y mueren cuatro elementos. Es algo que se ocultó, y ocho días después ocurre el asesinato de Francisco Ruiz Massieu, quien no solo era el secretario general del partido, sino que presidía el Congreso. De haber muerto Zedillo, él habría sido presidente”.
Ese pasado reciente muestra para Garduño la cadena que conecta a los poderes fácticos del país con actos de violencia en los más altos niveles de la política. Pero en el plano de lo actual, López Obrador lo tiene francamente peor. El escalamiento de la violencia, dice el investigador, viene ahora desde los niveles básicos de la política y ha comenzado a escalar. Entidad por entidad, el país está sumergido en conflictos y en ellos toman parte los mismos grupos de poder: la iglesia, el ejército, los empresarios y los caciques políticos. “Quien sobra es el presidente. Ya nadie le hace caso. Se conduce con necedad en medio de un proceso del que no solo México, sino buena parte del mundo observa detenidamente, dada su importancia geoestratégica. Y a quién le conviene culpar a los ‘cárteles de la droga’, a todos. Porque de esa manera no se personifica la culpabilidad y por lo tanto se diluye todo”.
El miedo ha sido un instrumento de control político a través de la historia, dice José Luis Cisneros, doctor en sociología por la UNAM, que tiene en la construcción social del miedo una de sus principales líneas de investigación. En el terreno de lo político, el miedo se manifiesta y se expresa con sentimientos de inseguridad, y las repercusiones en el desarrollo social a mediano y a largo plazo es lo mismo: la ausencia y la no participación. “Mucha gente se abstiene o decide de manera colectiva hacerlo. Se crea la idea de un voto corporativo porque hay un temor y la gente prefiere de alguna manera inclinarse por algo, antes de aventurarse a tratar de relacionar el miedo con una suerte de inhibición, de nuevas prácticas”, explica.
En un contexto como el que se vive ahora, el discurso de los políticos reafirma la inseguridad. Cisneros dice que hay una señal de alarma cuando la narrativa que se establece es aquella que se niega a ver la realidad, que la destruye y la edifica a través de un discurso simple que de ninguna manera coincide con lo que la mayoría atestigua. “Lo que se genera con esto es una falta de confianza hacia las instituciones, sostenido además por este clima de inseguridad en las campañas electorales; se capitalizan y se utilizan los atentados para hacer un sinfín de promesas frente a una ciudadanía angustiada. El telón cotidiano es la seguridad en tu persona, seguridad a futuro, seguridad económica, seguridad de salud, de educación. Y lo que muestran estos discursos es una lucha frontal contra un enemigo invisible, que solo se ve y se intuye a partir del discurso, pero no en la práctica del imaginario social. Un imaginario que día tras día se resignifica y se alimenta con este miedo”.
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Los discursos del presidente en el marco de la violencia que se vive, cae fácilmente en la contradicción. No se explica y por encima de todo, guarda poca congruencia con la realidad de millones de mexicanos. “Me parece que es una situación casi delirante, de esquizofrenia, de no estar consciente de una realidad que está ahí, frente a nosotros”, dice Cisneros. “El esquizofrénico es aquel al que tú le dices: maestro, hay mucha luz, y él te dice: no, es de noche y está lloviendo y hace frío. El presidente así lo vive y lo piensa. A lo que induce este tipo de discursos es a la confrontación, es amenazante, no le gusta que lo contradigas, no lo admite”.
Lo que se ha construido discursivamente en el país es una noción de miedo que socialmente ha llegado a uno de sus puntos más elevados. La vieja estructura política mantenía un control de la violencia que se perdió tras la firma del TLCAN. Llegó el PAN con una visión diferente, “con esa idea de romper los grandes monopolios de la droga, un poco lo que se hizo en Colombia con esas asesorías de Estados Unidos, y se genera el caos. En Colombia rompieron los monopolios pero las drogas siguen por todos lados, solo que se controla porque se dejó en pequeños grupos. Acá intentaron hacer lo mismo, pero nunca pudieron advertir que, a diferencia de lo que sucedía en Colombia, en donde los grupos narcotraficantes fueron autónomos -y muchos de ellos desprendidos de los grupos disidentes armados-, en México todos estos grupos nacieron a la sombra del Estado y eran parte de esa estructura”.
El descontrol político se convirtió en el descontrol institucional. Y de ahí en descontrol social.
“Vemos esas imágenes, esa información drástica, esas noticias que se dan en la televisión de cómo de pronto las fuerzas militares, los grupos policíacos del estado, de los municipios, son sometidos por grupos de sujetos. Ese es el acabose. No hay autoridad. Entonces con qué autoridad te enfrentas tú cuando dices: me robaron, voy al Ministerio Público. Pues no, ya no hay nadie, ya no hay nada, y eso explica también comportamientos como los que pasaron en Guerrero, con la niña: la omisión por parte del Estado. Ni la Guardia Nacional, ni la policía estatal, ni la Policía Municipal metieron las manos. Eso también es parte de la violencia electoral”.