¿Qué se necesita para salvar a los ajolotes?
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Aunque los ajolotes se han reproducido ampliamente como animales de laboratorio y en el comercio de acuarios, donde suelen ser rosas o amarillos gracias a mutaciones genéticas, actualmente es cuestionable que quede una población silvestre significativa
Por Jennie Erin Smith
Xochimilco es una extensa demarcación semirrural en el sur de Ciudad de México con una vasta red de canales que rodean unas parcelas agrícolas llamadas chinampas. A partir del año 900 d. C., este laberinto de tierra y agua produjo alimentos para los xochimilcas, un pueblo de lengua náhuatl que fue uno de los primeros en poblar la región y diseñar sus humedales.
Actualmente, muy temprano por las mañanas, se puede ver a los agricultores —muchos de ellos descendientes de los habitantes originarios de Xochimilco— cargando canoas con lechuga y flores cultivadas en los ricos sedimentos dragados de los canales. Los fines de semana, cientos de trajineras pintadas con colores brillantes, como se les conoce a las embarcaciones festivas de la zona, se agolpan en las aguas, llenas de citadinos que buscan un escape.
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El ajolote mexicano —un anfibio de color oscuro con el extraordinario hábito de la neotenia, o de conservar el cuerpo joven durante toda su vida— alguna vez creció en las mejores condiciones en estos canales. Aunque los ajolotes se han reproducido ampliamente como animales de laboratorio y en el comercio de acuarios, donde suelen ser rosas o amarillos gracias a mutaciones genéticas, actualmente es cuestionable que quede una población silvestre significativa. En el último recuento, hace una década, había 35 ajolotes por kilómetro cuadrado en los humedales de Xochimilco, frente a los miles que había en la década de 1990. La contaminación, la urbanización y las especies de peces introducidas les habían hecho la vida casi imposible.
A principios de la década de 2000, Luis Zambrano, ecólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), estudiaba los efectos de las carpas invasoras cuando el gobierno le encargó un censo de ajolotes. Tras décadas de degradación ambiental constante en Xochimilco, México quería saber cuántos ajolotes quedaban en el último reducto de la especie. Los ajolotes han sido de gran importancia cultural, pues formaban parte de la dieta y la cosmología tradicionales de la región. Y a los biólogos de laboratorio de todo el mundo, que durante más de un siglo habían utilizado ajolotes para estudiar la regeneración de tejidos, les preocupaba que sus animales se estuvieran volviendo endogámicos, sin una población salvaje de la que extraer nuevos linajes.
Como ecologista, Zambrano nunca se planteó ninguna estrategia para salvar al ajolote que no implicara primero restaurar su hábitat. Pero “no estamos en medio de Borneo ni en las grandes estepas del Serengeti”, dijo. El hábitat era Ciudad de México, con 22 millones de habitantes y en aumento. El número de factores en contra era abrumador.
Los manantiales que históricamente alimentaban los humedales de Xochimilco fueron desviados hace tiempo para uso urbano, sustituidos por aguas residuales tratadas. Las carpas y tilapias introducidas se comieron los huevos de ajolote. Las nuevas carreteras empujaron la urbanización cada vez más hacia el sur, amenazando los últimos vestigios de la singular cultura agrícola precolombina cuyos canales habían albergado a los ajolotes durante más de un milenio. Las trajineras no solo provocaron ruido y más contaminación, sino que tentaron a los agricultores a convertir sus chinampas en restaurantes, bares y canchas de fútbol y a dejar que los pequeños canales se secaran.
En Ciudad de México hay representaciones de ajolotes por todas partes —sus enigmáticos rostros adornan murales callejeros, artesanías e incluso, recientemente, un billete de 50 pesos—, pero se desconoce la historia natural del animal. Casi todo lo que se ha aprendido sobre los ajolotes proviene de especímenes en tanques.
La única forma de salvar y estudiar al ajolote salvaje, según determinaron Zambrano y sus colegas, era promover un renacimiento de las prácticas agrícolas ancestrales y, después, convertir segmentos de los canales de los agricultores en santuarios para los ajolotes, con la esperanza de que algún día pudieran cruzarse. Durante más de una década, Zambrano y sus colegas han publicado extensamente sobre la filosofía y la logística de este enfoque. Un importante grupo conservacionista ahora respalda sus esfuerzos, mientras que algunos de sus colegas investigadores del ajolote los consideran casi quijotescos.
Ahora, Zambrano y su equipo han puesto a prueba sus ideas al liberar un pequeño número de animales. Doce, para ser exactos.
‘¿Cómo está el oxígeno?
Los ajolotes deben mantenerse fríos, y el laboratorio de Zambrano en la UNAM, hogar de una colonia de cría de unos 150 animales de linajes salvajes, se mantiene a 18 grados Celsius. Una mañana de mediados de octubre, con su colega Carlos Sumano al timón, Zambrano y un grupo de estudiantes se embarcaron en un bote con seis animales criados en laboratorio en unas neveras. Todos eran crías llenas de vida; en condiciones adecuadas, los ajolotes pueden alcanzar hasta los 20 años.
En 2017, el equipo de Zambrano colocó etiquetas de radiofrecuencia a 10 ajolotes y los liberó en un lago artificial del campus de la UNAM. Notaron que los anfibios, que no se creía que fueran muy sociables, a menudo se reunían por las tardes durante aproximadamente una hora y luego se dispersaban. Observaron un macho y una hembra que nunca se alejaban más de unos metros. También vieron a uno acabar en el estómago de una serpiente de agua. Pero los animales engordaban, no tenían problemas para encontrar comida.
Los ajolotes que serían liberados ese día de octubre en jaulas sumergibles de bambú y malla camaronera, lo que les permitiría moverse y cazar sin convertirse en presas. Las jaulas irían a canales equipados con biofiltros, hechos de roca volcánica y plantas autóctonas, para impedir la entrada de contaminantes y peces invasores. Cada canal debía estar frío y oxigenado y contener abundantes crustáceos diminutos para que los ajolotes se alimentaran. Solo serían liberados seis animales en dos canales. En una semana, el grupo liberaría otros seis. Incluso pensar en su reproducción era demasiado por ahora: los animales fueron separados por sexos. Bastaba con que sobrevivieran.
María Huitzil, estudiante de doctorado de la Universidad Autónoma Metropolitana en Xochimilco, estaba trabajando en un estudio que se sumaba al esfuerzo de conservación de Zambrano y sus colegas. Planeaba recuperar los ajolotes mensualmente y tomar muestras de su piel en busca de “bacterias, hongos, virus, protozoarios, todas las eucariotas y procariotas que cumplen funciones importantes de nutrición, osmorregulación, adquisición de nutrientes y defensa contra los organismos patógenos”, dijo. Dado que la mayoría de los ajolotes del mundo se crían en peceras, nadie sabía realmente en qué consistía su microbiota natural. Sin embargo, parecen resistir al infeccioso hongo quitridio, que ha causado estragos en las poblaciones de anfibios de todo el mundo. ¿Qué otros secretos revelarían las muestras de piel?
Con el bote amarrado, los estudiantes desembarcaron en su primera chinampa, una granja repleta de hortalizas con hileras de girasoles, maíz, verduras de hoja y tomates. Javier del Valle, copropietario y chinampero de cuarta generación, observó cómo Zambrano y Sumano cavaban una saliente en la tierra negra de las orillas de su canal y empezaban a hundir una de sus jaulas de bambú de casi dos metros de alto, difíciles de manejar. Los estudiantes sumergieron sus instrumentos para medir el oxígeno disuelto, la turbidez y la conductividad. “¿Cómo está el oxígeno?”, quería saber Zambrano.
Originario de Xochimilco, Del Valle había crecido comiendo ajolotes, sobre todo en forma de tlapiques, tamales que combinan pescado, anfibios y verduras de las chinampas. A diferencia de muchos de sus vecinos, que han dedicado sus parcelas a otros usos, él cree en las virtudes del cultivo tradicional de la chinampa, que no utiliza pesticidas ni fertilizantes químicos. Junto a su familia cultivan 80 variedades de flores y verduras en su chinampa, incluida una espinaca roja poco común que arrancó para que el equipo la probara.
Su refugio para ajolotes, a primera vista poco más que una zanja, había tardado cinco años en construirse. Los investigadores de la UNAM facilitaron a los agricultores interesados un manual de 70 páginas que describía cómo debían construirse los canales. “Pues son como pequeños pasos, ¿no?”, dijo Del Valle, que habla náhuatl y puede recitar las fechas de las fiestas de la cosecha de cada cultivo. “Pero sí es una labor muy titánica, ¿no?”. Para él, conservar los ajolotes en su chinampa era parte de un objetivo más ambicioso. “Esto nos remonta a cierto conocimiento, a cierto tiempo”, dijo.
“Los chinamperos como Javier también son una especie en peligro”, dijo Huitzil, la estudiante de doctorado.
A mediodía, los investigadores ya tenían la jaula estabilizada en el canal, lista para recibir a los animales. Los niveles de oxígeno del canal no eran muy buenos, pero Zambrano decidió que no importaba. Era necesario saber si los ajolotes podían sobrevivir en condiciones menores a las óptimas, siempre y cuando los depredadores y las toxinas se mantuvieran a raya.
Una ventaja de colocar solo unos pocos animales en canales aislados era que permitía algunas fallas. Arriesgar demasiados animales a la vez era imprudente. El año pasado, unos políticos locales soltaron 200 ajolotes criados en cautiverio en un canal contaminado, para una puesta en escena mediática que probablemente acabó con la muerte de todos ellos.
Los estudiantes sacaron a tres hembras de las bolsas de las neveras y las introdujeron en su nuevo hogar semisalvaje. Sellaron la parte superior de la jaula, que sobresalía de la superficie. Zambrano se quedó mirándola un rato sin hablar. “Allí está”, dijo nervioso, a nadie en particular.
Conservando las chinampas
Oficialmente, el gobierno mexicano está de acuerdo desde hace tiempo en que este hábitat debe conservarse. Los humedales de Xochimilco fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987; cinco años después, todo el sistema fue designado “área natural protegida”. Nada de esto ha impedido que el número de ajolotes caiga en picada.
Legalmente, no se pueden construir casas ni estructuras permanentes en las chinampas; los agricultores como Javier del Valle se desplazan hasta ellas en canoas. Sin embargo, todos los días se ven embarcaciones cargadas de materiales de construcción. La migración interna ejerce presión sobre cualquier terreno barato con acceso a Ciudad de México, con la que Xochimilco está cada vez más integrada. En 2020, unos constructores empezaron a rellenar parte de estos humedales para construir un nuevo puente vehicular, lo que provocó una demanda y feroces protestas de los ecologistas. El puente se construyó de todos modos, y Zambrano describió el episodio como uno de los raros momentos de los últimos 20 años en los que se planteó tirar la toalla. “Era nuestro propio gobierno el que nos estaba haciendo esto”, dijo.
Otro grupo de investigadores del ajolote en Xochimilco mantiene una colonia de cría, derivada de tres decenas de ejemplares silvestres, anteriores al trabajo de Zambrano con la especie.
El campus del Centro de Investigaciones Biológicas y Acuícolas de Cuemanco, o CIBAC, se encuentra solo a unos cientos de metros del campo de la UNAM en Xochimilco. Su director, José Antonio Ocampo, explicó en una visita reciente que, aunque los ajolotes criados están sanos y son genéticamente robustos, el CIBAC no ha intentado liberar ninguno desde 2013. Las condiciones son sencillamente terribles.
Ocampo, cuya formación es en acuicultura, dijo estar de acuerdo con los investigadores de la UNAM en que la conversión de las chinampas a otros usos está entre las amenazas más graves para la especie. Pero si no se proporciona a los chinamperos apoyo financiero constante, es difícil mantenerlos comprometidos, dijo Ocampo. “Entonces la idea es buscar sitios donde no tengamos que depender de eso”.
Ocampo y sus colegas han puesto su atención en un lago situado dentro de un parque natural gestionado por el gobierno en Xochimilco. Según los investigadores, el lago es más limpio que los canales principales y puede vigilarse más fácilmente. Se están realizando estudios preliminares para una liberación dentro de dos años.
Conservación Internacional, la gran organización medioambiental sin fines de lucro, respalda a Zambrano y a su equipo en su laborioso enfoque centrado en las chinampas. Recientemente, la organización consiguió para el grupo una subvención de varios años financiada por Microsoft Corporation, que patrocina proyectos mundiales de reposición de agua para ayudar a compensar la que utilizan en sus operaciones. Según Esther Quintero, bióloga y directora técnica de Conservación Internacional en México, el programa de la UNAM, que limpia el agua de los canales con biofiltros, encajaba perfectamente.
“No se puede pensar en salvar una especie sin salvar su hábitat”, dijo Quintero. Y la restauración de un hábitat “es una maratón, no una carrera de velocidad. El ver resultados puede tardar una generación o más”.
Quintero enfatizó que en un país como México se pueden tener todas las leyes que se quiera sobre el papel, pero las únicas estrategias de conservación que funcionan son las prácticas que ponen a las personas en el centro. “Aquí no se puede conservar nada si no se va a utilizar al mismo tiempo”, dijo. “Con este modelo, estás usando el suelo, estás usando la tierra, y al usarla adecuadamente estás conservando un ecosistema en el que coevolucionó el ajolote”.
Adopción de ajolotes
La mayoría de los miembros del equipo de Zambrano trabajan en el laboratorio del campus de la UNAM, excepto uno, Sumano, ingeniero agrónomo, que vive y trabaja en Xochimilco.
A lo largo de sus 11 años allí, Sumano ha visto innumerables chinampas convertidas en negocios para los amantes de las fiestas flotantes; una de ellas cuenta ahora con una parrilla al estilo tejano con mesas de pícnic. Varias albergan “ajolotarios” donde, por un módico precio, se pueden ver cientos de ajolotes en tanques, la mayoría de ellos son coloridos productos de la cría comercial.
Los esfuerzos de Sumano por convencer a más chinamperos de que retomaran la agricultura ancestral lo llevaron a comprar su propia chinampa y cultivarla. Ha ayudado a unas 20 familias a dejar de lado los pesticidas y otros productos químicos que estaban acostumbrados a utilizar, y que a veces recibían gratis del gobierno. Del Valle y su hermano, dice, fueron de los primeros que estuvieron dispuestos a probar el programa.
Aun así, 20 familias representan solo una fracción de los agricultores de chinampas registrados en Xochimilco. La aceptación es lenta, reconoce Sumano. A los agricultores no se les puede decir simplemente que sus cosechas mejorarán. Necesitan verlo por sí mismos, y eso requiere tiempo y una estrecha colaboración. Construir un refugio para los ajolotes es otro proceso exigente; tan solo cavar el canal puede necesitar el trabajo de 10 hombres durante un mes entero. Sumano se encarga de estar siempre disponible para los agricultores, resolver cualquier queja y asegurarse de que reciban los modestos fondos que se les prometieron por participar.
Sumano y Miguel Ignacio Rivas, biólogo del equipo de Zambrano, se han esforzado por hacer que las prácticas tradicionales sean rentables para los chinamperos, mediante un programa de certificación de productos y la participación de una escuela culinaria para dar a conocer las virtudes de las hortalizas cultivadas en las chinampas. La campaña “adopta un ajolote”, dirigida por Diana Vázquez, estudiante de posgrado, recauda fondos y ayuda a explicar, en términos sencillos, cómo funcionan los programas del grupo.
Para estos investigadores, el esfuerzo va mucho más allá del ajolote. Se trata de reconectar a los ajolotes con su hábitat natural en la mente del público, y de aprender a valorar un sistema de cultivo de humedales que ha sido erróneamente calificado de atrasado. “La cantidad de carbono que hay capturado en las chinampas es impresionante”, lo que representa una importante protección contra el cambio climático, afirma Sumano. “No sé qué ramificaciones podría tener su desaparición, tanto ambientales como sociales”.
Mientras Sumano hablaba, un grupo de sus estudiantes construía más jaulas para ajolotes en el césped del campo de la UNAM en Xochimilco, preparándose para las liberaciones del día siguiente. En estos canales limpios, llenos de crustáceos y plantas acuáticas de su agrado, los ajolotes ganarían peso rápidamente, predijo Sumano.
Casi dos meses después, uno de los 12 ajolotes había muerto, por causas aún no determinadas, y hubo que instalar una bomba para mejorar los niveles de oxígeno en un canal. “Es todo parte del experimento, ¿no?”, dijo Zambrano. El resto de los ajolotes estaban gordos y felices.
c. 2023 The New York Times Company