Un sueño

Opinión
/ 2 octubre 2015

Anoche soñé que temblaba. He perdido facultades físicas y síquicas. Hace años reaccionaba a los temblores con inaudita rapidez, nada me detenía en mi carrera hacia la intemperie. Llegué a bajar tres pisos en 10 segundos.

Para abrirme paso empujé a hombres mayores de edad sin compasión alguna. La señal de salida siempre se iniciaba con una voz de alarma desprendida no de los hechos comprobables sino de la fuerza indómita de las creencias: -Creo que está temblando.

Yo era famoso por la agilidad con que desalojaba los lugares de los siniestros. Cuando el primer movimiento del sismo se dejaba sentir, siempre fui yo el primero en levantarse, observar la oscilación de las lámparas y poner pies en polvorosa. Nunca formé parte de ese grupo social que sostiene su carácter en la serenidad, uno de esos hombres templados que cuando el temblor está en la cresta afirma: -Ya está pasando.

Me daban ganas de sacudirlos por las solapas. Los años han pasado como un tren sobre mis miedos. Recuerdo el más reciente temblor, una bobería de 6.2 grados en la escala de Richter. Mi mujer me trajo a la vigilia a empujones. Yo estaba soñando con perros, un sueño agradable que he olvidado. Me incorporé y dije: -Ya está pasando.

Me volví a dormir sin pensar en las réplicas sísmicas. Busqué a los perros, pero se habían ido a otro sueño más interesante que el mío. Sonó el teléfono. La voz de mi madre: -¿Cómo que no lo sentiste? ¿Qué te pasa, estás borracho?
Si yo hubiera renunciado a mi nombre y apellido, mi madre no se habría sentido tan ofendida y traicionada.
Recuerdo que escuché distintas versiones del temblor: -Me estaba bañando cuando sentí el jalón.
-¿El jabón? -pregunté sin afanes críticos.

-El jalón del temblor -me respondieron en el borde de la ira.
Me escandalizó que alguien quisiera bañarse a la una de la mañana, hora en que ocurrió el seísmo.

Aún no me deshacía del sueño del temblor cuando oí a lo lejos el sonido rítmico de danzas africanas. Los tambores percuten el tam-tam de la selva acompañado de contrapuntos no sé si musicales pero contundentes. Estoy desorientado, no sé de dónde viene el ruido. No estoy dormido, desperté hace tres horas después del sueño del temblor. Busco el origen: me asomo por la ventana trasera de la casa; camino al balcón de enfrente. Lo único que saco en claro es que la emisión viene de cerca. Realizo diversos interrogatorios con los miembros de la familia. Encuentro la verdad: -En la calle de Mazatlán abrieron una academia de baile.

La revelación estalló como una bomba molotov en mi ánimo. La academia está a ocho, nueve predios de nuestra casa. Los sábados de nueve a doce hay clases de baile africano. Enseñan otras cosas, cultivan el cuerpo y el espíritu: jazz, aerobics, meditaciones, yoga. La academia le ha dado la puntilla al silencio. Antes soportaba el ruido sin problemas, pero he desarrollado una alergia a los decibeles, busco regatos en el río urbano. Debe ser la edad.

-Tendremos que emigrar -dice mi mujer decidida al cambio.

Recuerdo una colonia Condesa de panaderías, tlapalerías, talleres mecánicos, estanquillos, camellones con palmeras. Me he puesto sentimental y ridículo. Me desvío del camino de la melancolía y me convierto en un hombre de acción:

-Denunciemos nuestro caso en la Delegación Cuauhtémoc.
Indaguemos sobre los permisos, el uso de suelo, la Ley de Establecimientos Mercantiles, mandemos cartas a los periódicos.
Me desaniman: -Tendríamos que renunciar a nuestros trabajos y dedicarnos a litigar en los juzgados.

Lo acepto: para ser un gran activista hay que estar desempleado. Oigo a lo lejos danzas africanas.

Salgo a caminar. Timoteo y los suyos pulen tres coches. El ruido ensordecedor de las máquinas pulidoras me taladra los tímpanos. Me detengo en la esquina de Mazatlán y Michoacán y observo el edificio que han reconstruido durante seis meses. Quedó flamante, donde había ocho departamentos ahora venden 16.

Desde la azotehuela de mi casa pueden verse algunos departamentos. Seguimos con atención los trabajos, oímos la música del cincel y el marro y nos enteramos de que a un albañil le dicen "El Chilacas". No se asusten, pero viene un temblor, y de los fuertes.

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