La genialidad de las cosas pequeñas

Opinión
/ 2 octubre 2015

El título de la presente colaboración lo he tomado prestado -lo confieso de una vez antes de correr la misma suerte del señor Alatriste- de un artículo publicado en una edición especial de aniversario de la revista Smithsonian, publicación del Instituto del mismo nombre.

El ejemplar, titulado "40 cosas que usted necesita saber acerca de los próximos 40 años", no tiene desperdicio: de la tecnología a la demografía, de las ciencias del medio ambiente a las artes y la cultura, sus colaboradores exploran el futuro más o menos próximo y nos ofrecen mucho más que un atisbo a nuestro porvenir.

Uno de los artículos que personalmente más disfruté de dicha revista es el dedicado a las investigaciones del señor George Whitesides, eminente profesor de química en la Universidad Harvard, a quien últimamente le ha dado por enfocar sus energías a la creación de cosas imposibles de ver a simple vista.

La nanotecnología es lo suyo, es decir, el desarrollo de estructuras cuyas dimensiones van de uno a cien nanómetros (¿qué chingaos es un nanómetro? Para los curiosos -aunque se trata de un conocimiento de escasa utilidad-, es la millonésima parte de un milímetro).

Las cosas que este apartado de la tecnología puede ofrecernos suenan más a actos de magia o a invenciones hollywoodenses que a realidades cercanas a nosotros: partículas capaces de transportar la cantidad exacta de medicamento para combatir un tumor y depositarlas sólo en las células precisas; micro máquinas diseñadas para limpiar el agua de nuestros ríos, lagos, océanos; nanocables 100 veces más fuertes que el acero pero con una sexta parte de su peso...

Se trata, sin duda alguna, de monumentales conquistas científicas, de avances tecnológicos que honran el superior intelecto de la raza humana, de logros a la altura de nuestras pretensiones.

Y se trata, además, de investigaciones deslumbrantes porque se adentran en un mundo al cual la mayoría de nosotros, es decir, de todos a quienes nos está negada la posibilidad de contar con un microscopio de efecto túnel en el estudio de nuestras casas, sólo podemos asomarnos mediante el uso de la imaginación.

Logros de esta envergadura nos hacen sentir -como especie, quiero decir- grandes; nos hacen soñar con la posibilidad de conquistar la última frontera, de alcanzar el sueño dorado de los hombres de todos los tiempos: dominar la materia.

Se trata, sin embargo, tan sólo de sueños guajiros y ello lo he comprobado esta semana una vez más, merced a una simple pero elegante lección diseñada por el creador desde -supongo- el inicio de los tiempos: caí en cama víctima del mal de nuestros días, la gripe.

No deja de maravillarme -si bien en forma desagradable- la gripe: es una enfermedad causada por algo que es poco más que nada: un virus. Una mezcla primitiva de aminoácidos que en circunstancias normales estaría condenada al más absoluto desprecio, si no fuera por sus potencialidades.

Cualquier aprendiz de dictador daría las dos piernas y uno de sus brazos a cambio del conocimiento que le permitiera dominar un bicho que es, en su insignificancia, la máquina de guerra perfecta.

Diga usted si no: penetra en nuestro cuerpo sin ser advertido y de inmediato inicia el despliegue de una estrategia puntual, precisa, infalible, destinada a echar abajo nuestras defensas, a doblegarnos y derrotarnos en una lucha cuyo epílogo bien puede ser nuestro funeral.

El ataque constituye el sueño dorado de cualquier estratega militar. Bombardeos quirúrgicos, en primer lugar, a la infraestructura: los medios de locomoción, las comunicaciones, el abastecimiento de combustible...

Incapacitados para movernos, comunicarnos y alimentarnos, viene lo peor: el ataque en oleadas, y por todos los flancos, a nuestros sistemas vitales. Confusión, caos, desesperación, impotencia... Los sentimientos se suceden en medio de la ineficacia de nuestras medidas defensivas. Se trata de una guerra perdida de antemano porque la batalla decisiva se libró cuando el bicho penetró en nuestro organismo sin disparar las alarmas.

Con el termostato averiado, los instrumentos de navegación descalibrados, el sistema operativo corrompido y los mecanismos defensivos hechos puré, nos vamos transformando paulatinamente en guiñapos, en remedos de nosotros mismos incapaces de funcionar apropiadamente.

Y todo merced a una estructura microscópica sin chiste, a una nanoestructura biológica cuya diabólica simplicidad sólo podía ocurrírsele a una inteligencia superior. Enfermarse de gripe es por ello un hecho tan deslumbrante como desagradable... e incómodo.

No cabe duda: los humanos hemos realizado grandes progresos desde que inventamos el método científico y por estos días, tras asomarnos a la genialidad de las cosas pequeñas estamos un paso más cerca de la divinidad.

Pero seamos honestos y sensatos: en eso de fabricar estructuras microscópicas dignas de alabanza, Dios nos aventaja de forma insuperable.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx

Twitter: @sibaja3




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