Sagrado Corazón de Jesús

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A mis padres, Agripina y Guillermo
Un viento fresco, mezclado con polvo y basura se arremolina en una banqueta pequeña, ante una puerta de madera vieja. Estamos frente a una casa. Luce deshabitada. El aire sucio de la ciudad se ha acumulado hasta formar una capa en el suelo, enmarcando la fachada. Tocamos, nadie abre. Nadie contesta.
Nosotros, menos pobres que los pobres, vamos vestidos con nuestra adolescencia. En la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús nos pidieron que acudamos. Que vengamos a esta casa, ubicada en el número tal de la calle equis. Que aquí nos esperan.
Por eso llegamos en grupo, charlando animadamente, cargando bolsas con alimentos. Pero nadie abre. Pensamos que la familia a la que tenía por destino el alimento, ya no vive allí. Tocamos la puerta de nuevo, fuertemente pero ya con un dejo de juego.
Emprendemos la retirada y rechina la madera de la puerta. Se abre lentamente. De la oscuridad surge el rostro de una anciana. Está asombra
Nosotros también. Algo hay en su rostro, como mantenido a raya, a punto de desbordarse. Algo parecido a una cura o un alivio. Le decimos que venimos de la parroquia de Frontera, que nos mandó el padre Héctor, que les traemos alimentos.
Ella sonríe levemente y gira su rostro al interior de aquella oscuridad: "No estamos solos, viejito, mira". Vuelve sus ojos a nosotros y dice como liberando un bocado de miedo: "Nos íbamos a dejar morir. Nos habíamos acostado para morir". Algo de agua salada resbala por el rostro de la mujer. "No tenemos hijos, somos pobres. Y nadie viene nunca, porque estamos viejos y no servimos para nada. Ya no esperábamos a nadie".
Nosotros no atinamos a decir palabra alguna. Es tal el azoro que entregamos las bolsas en silencio. Alguno de nosotros empieza a sonreír. Decimos cosas pequeñas, tendemos un tímido abrazo. La luz entra en la casa. Nuestras respiraciones son agitadas, como animales nerviosos ante lo que se acaba de develar, como temiendo eso en nuestras vidas.
Luego de sus agradecimientos, nos vamos. Cruzamos calles y más calles con aquel viento tangible de gránulos terregosos; con un sol ya comiendo nuestras mejillas. Ninguna entrega de alimentos a otras familias nos ha marcado como llegar a esta casa. Algo parecido a la dignidad recobrada, a una alegría pura y a la limpieza de una herida, se funde por un instante a nuestra columna vertebral.
Me asomo adentro de mis catorce años y escribo este momento en el lado más suave de mi corazón. Que no se olvide, o que se olvide poco, o que lo recuerde al menos. Que se quede conmigo un poco de la bondad presente en un acto simple; la bondad incluso accidental que le toma a una por sorpresa al cumplir una tarea; que permite luego acceder a una revelación: el sencillo hecho de dar; no de llenar la cabeza con ideas, no de invadir. Dar. Pequeño acto. Pero acto al fin.
¿Qué sería de ellos? Pienso ahora. ¿Qué fue de nosotros y de nuestras sonrisas al final de aquel mediodía? ¿Qué es de tantos y tantos? ¿Qué es de los solos? Un tumulto de pensamientos. Sólo atino a pensar en lazos; en dar lo poco, lo que se pueda, un pedazo de jabón, un puñado de servilletas, una naranja o una sábana, la caja de antibióticos que resta, un vaso y un cepillo.
Caminamos el día aquel de semana santa entre sol y polvo.
Como caminamos ahora entre sol y polvo. Allí están, son muchos, somos muchos. Pequeños actos. Con o sin fe, no importa. Pequeños actos místicos, laicos o escépticos. Vamos.
claudiadesierto@gmail.com