Mi vieja y su tocadiscos
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Anita dice que crecí entre los hervores del frijol y el olor a chile que se desprendía, cada tarde, del comal de la cocina de la casa de Montes Himalaya. Ella me colocaba en una frazada de franela, dentro de una caja de cartón que disponía entre la alacena y justo detrás de la puerta de la cocina.
Ese era mi rincón y Anita detenía sus labores en la estufa si la "criaturita" soltaba algún llanto. A diferencia de mis hermanas, crecí sin los cuidados especiales de una enfermera que procurara a "las niñas". Fuimos bebés mimadas, pero a la vez abandonadas. Mis dos hermanas mayores siempre vistieron con encajes españoles, zapatos de charol o sandalias, y moños multicolores en la cabeza. Mi infancia, sin embargo, se dio en medio de una de tantas crisis que sacudirían a nuestra familia en los años por venir.
Por eso me crió Anita y no enfermeras especialmente capacitadas. Mi madre escribía frenética en una máquina Olivetti gris plata y no parecía hallar tiempo o paciencia para dedicarle a su trío de chamacas latosas, y mucho menos, a mí: cuando yo llegué a su vida, ella ya iba de salida en eso de los cuidados maternos. Además, no se usaba. Sus padres encargaron el desarrollo de cinco hijos a un ejército de empleadas domésticas, lo mismo que sus amigas, sus primas y todos quienes pertenecían a su círculo social. Esto no significa que ella no se rebelara en contra de su entorno. Trabajaba. Ajá. Eso le costó un pleitazo con la abuela que era elegante, frívola y no tan pensante. Mi madre jamás aportó un céntimo a la manutención del hogar, eso le tocaba a mi papá, pero tenía un apetito voraz de ser.
Yo no tuve apetito de casi nada. Más allá de los frijoles y las tortillas, adoraba que Anita me bañara en los helados lavabos de piedra de la lavandería que se ubicaba en una casita de dos plantas justo detrás de la casa principal y donde dormía ella y dos "muchachas" más encargadas del aseo del hogar.
Yo me escabullía cada noche, sin excepción, de mi recámara: bajaba descalza por las escaleras que daban sobre un recibidor con biombo y una piel de jabalí, me enfilaba a la cocina, abría una puerta trasera, cruzaba el patio y me dirigía a la habitación de Anita. Ella abría su puerta. Contaba muy concentrada, una, dos, tres y hasta cinco cobijas, y ahí me colocaba. Repetía, como un rezo diario, que debajo de la cama estaba una bacinica, me la mostraba incluso, y yo, con disciplina militar, me oriné en su cama cada luna que me refugié en su cuarto. Anita era "mi otra mamá" y, ésta, sí tenía sobrepeso y gula, nos dejaba comer galletas de mantequilla y corría por las calles aledañas de Reforma detrás de nosotras a pesar de sus 122 kilos.
"Fichiiii, Fichiii.. ¡Ven!" escuchaba yo hasta el juguetero. Como poseída, me lanzaba por las escaleras, dado que ello era la señal de que prepararíamos un pay. Aprovechábamos las ausencias de mi madre, que en ese entonces trabajaba en el Heraldo de México.
Algunas tardes entonaba con su voz profunda y cuasi masculina una canción que me arrancaba lágrimas y a ella carcajadas: "Maaañanaaaa. cuando ya esté lejos, güerejita, en el Real del Monte, tú te acordarás".
Yo sufría porque su canto era el presagio de que se iría un día y me dejaría en medio de una solitaria y rígida niñez.
Hoy, luego de más de tres décadas siendo parte de mi familia, tras dos paros respiratorios y mil platillos que me transportan al pasado bello y remoto, Anita empezó otra vez a cantar.
"Soy un pobre vagabundo sin hogar, ni fooortuna"; "sin rumbo por la vida el licor colma mi pena."; "me emborracho porque llevo en el alma una tragedia."; y sigue cuanto canto desgarrador quiera usted imaginar. Ella arranca y se va como hilo de media, una canción tras otra, alternando un repertorio que abarca sus 83 años de vida.
Me observa con ojos redondos y hundidos en los pliegues una piel vencida, y relata, desesperada, que no puede parar de oír música: "Mira güerejita, se acaba una, y luego ooootra. y otra; no duermo aunque me dé vueltas en la cama y me siento una loca". Yo le pido emocionada que cante. De hecho, lo hizo frente al Dr. Sol, que se sentía como novio con serenata a consultorio. Ella cantaba y hasta entonaba su mejor vibrato, aunque se le movieran cachetes y papada. Tras la sesión médico-musical, el Dr. Sol le recetó pastillas para la presión, pero a Anita no le paran las canciones. Le ha empezado a temer a la noche y al silencio por aquello de que la música no la deja dormir.
Hace un par de días decidió coger el bastón largo con el que salía a pasear con Mambo, nuestro ya fallecido Rottweiler, y dirigirse al consultorio del Dr. Rey en la avenida Palmas. Ese médico la hizo adelgazar 30 kilos y siempre la atendió con cariño y sin cobrar casi nada. Tocó a la puerta, la recibió un hombre de 50 años que ella llama joven. El "joven" le explicó que su padre estaba de descanso pero que ella podía compartir lo que fuera con él, pues era hijo del Dr. Rey y doctor a la vez. Anita entonces se puso a cantar. Le detalló los pormenores de la selección musical que le ronda la cabeza, la mayoría canciones de los años 30o 40, como "La hoja seca". Le explicó que no descansa, que no sabe a que suena ya el silencio y que teme enloquecer. El doctor le tomó las manos gordas, pero suavecitas porque ella se unta mucha crema, y le pidió permiso de hablar con sinceridad:
"Doña Anita, usted ha vivido mucho y eso que escucha en la mente es el anuncio de que empieza a envejecer. ¿Pero no le gusta que sea con hermosas melodías?".
Mi Anita, el roble más fuerte del jardín o edén de mi niñez, se pone vieja. Disfruto que me cante conforme su cuerpo se apaga. Me siento a su lado y cantamos. Ella lo hace muy fuerte porque en realidad ya ni oye.
Le digo: "Ayyy gorda, pero qué voz y qué ritmo traes. Ahora en vez de llorar, si me cantas, me pongo muy feliz".
Anita nunca volvió a su casa en el Real del Monte. Es posible que en poco tiempo (días o años, no lo sé) emprenda otro viaje. Pero uno muy melodioso. La veo y pienso: "Yo también quiero hacerme vieja, si la vejez llega rítmica y suave como una canción".
PD: Mañana la cita es en una casilla. En qué México quiero envejecer, me pregunté conforme escribí esta fábula.