Finis Gloriae Mundi
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El andaluz Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1662-1690) fue un pintor barroco, célebre por dos pinturas de macabro sentido alegórico, reunidas bajo un nombre: "Jeroglíficos de las Postrimerías". Las obras son dos grandes óleos que pintó para el hospital de la iglesia de la Santa Hermandad de Sevilla, entre 1671 y 1672: "In Ictu Oculi" (En un abrir y cerrar de ojos) y "Finis Gloriae Mundi" (Fin de las glorias mundanas). Estos nombres y el título que las abarca son, en efecto, jeroglíficos que cualquier espectador puede comprender, al menos en su sentido general.
El tema de estos cuadros no es tanto la muerte como lo que ella arrastra consigo: materia, objetos, planes, estatus, esperanzas y todo aquello que la vida nos hace soñar. Alegorías plásticas y correlato de la idea de que la vida es un sueño, estos cuadros rematan a través de un género pictórico -"vanitas" (la vanidad: lo vano)- lo que a lo largo de los siglos ha estado presente en la realidad y la conciencia humanas, y por ello, en el arte.
De Egipto a nuestro siglo 21 la muerte es un hecho afortunadamente irremediable, y tan inexorable como nuestra imperfección ética. Deseamos lo que la vida nos niega, anhelamos lo que las circunstancias políticas nos han arrebatado siempre, amamos a quien no nos ama, luchamos contracorriente y apenas nos enteramos de que un día el final llega también para nosotros. En la prisa por vivir y por lograr algún cometido nos olvidamos, precisamente, de vivir.
En estos cuadros de Valdés Leal, "vanitas" y Danza de la Muerte reúnen su jeroglífica iconografía: en el primero -"In Ictu Oculi"-, un esqueleto viviente, de pie sobre un globo terráqueo y una armadura, extiende su brazo derecho y apaga con su mano descarnada la llama de un cirio negro que descansa sobre un alto candelabro igualmente negro.
Otros objetos suntuosos -una tiara papal, un báculo pontificio, una corona e insignias reales- están arbitrariamente colocados sobre paños preciosos, mismos que cubren, a medias, un sepulcro de piedra. En la parte inferior: una espada o un cetro, un montón de libros decrépitos y algunos cuadernos que muestran diseños arquitectónicos. El esqueleto porta en su brazo izquierdo una guadaña oxidada y carga un austero féretro. El esqueleto "mira" hacia nosotros desde sus cuencas vacías y con su mano puesta sobre la llama muerta del cirio parece decirnos: "¿Qué tal, eh? ¿Quién sigue ahora, un avatar?"
"Finis Gloriae Mundi" es una alegoría similar: la "escena" transcurre en un oscuro osario. La mano derecha de
Jesús el Cristo sostiene una equilibrada balanza: en un plato leemos "NIMAS"; en el otro, "NIMENOS". Al fondo, en la penumbra, cráneos, otros huesos y un esqueleto yacente duermen el sueño de las glorias mundanas. En primer plano, una figura escalofriante: dentro de un féretro escarapelado se pudre el cuerpo de un papa, cubierto con una opulenta capa ya gris de ribetes áureos y ornado con sus atributos terrenales: la mitra y el báculo. A sus pies, almohadones y ricos géneros se pudren con él, que ya es una osamenta sin carne y sin ánima. No hay digitalia aquí, sólo óleo sobre lienzo, pero.
Desde el Medioevo, el Papa y el Rey simbolizaron la caída generalizada: en la muerte, todos, por fin, somos realmente iguales. ¿Hablamos y teorizamos en torno de la democracia? Pues bien, nada más democrático que la muerte, ésa que nos iguala por el mismo rasero. Hoy podríamos reemplazar tales figuras por otras, pero no tiene caso mencionarlas: al menos en México, todos sabemos cuáles serían. Valdés Leal nos dice, como el poeta anónimo: "A la danza mortal venid los nacidos / que en el mundo sois, de cualquier estado; / al que no quisiere, por fuerza traído / le haré yo venir muy apresurado...".