Diario de un nihilista

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El carisma del idioma. El apellido italiano del papa Bergoglio sólo lo hace más argentino. Sin embargo, también puede decirse que su ser argentino es sólo un ingrediente más, ni siquiera el más relevante, de su ser romano. La Iglesia es extraterritorial -ella dice que espiritual-, de manera que los compromisos romanos de un obispo de San Cristóbal de Las Casas, verbigracia, están por encima de los intereses de los indígenas lacandones, de la población mestiza del país o del Estado mexicano. La Iglesia es una trasnacional, como Google o la Coca Cola, y fue la primera entidad en el mundo que decidió globalizarse, hace ya 15 siglos. Sin embargo, el hecho de que Francisco hable español, inclusive con acento argentino, lo acerca infinitamente a nosotros. Sentimientos fuertes y variados se transmiten en la comunidad del idioma: simpatía, confianza, entendimiento, bonhomía, buena fe. Barack Obama, un negro que habla inglés, es completamente ajeno a nosotros. Florence Cassez era tan antipática por su acento francés tanto como por haber colaborado en varios secuestros. Adolf Hitler perorando en alemán es intimidante y demoledor aún ahora, 80 años después. En cambio, el papa Bergoglio nos transmite un ánimo y una calidez muy propios y distintos. En lo personal, nunca me conmovió demasiado la santidad de Juan Pablo II, ese pobre anciano tan abrumado por el sufrimiento físico, que apenas farfullaba el español en sus visitas a México. Me resultaba tan abstracta y tan ajena como la santidad del Dalai Lama, ese ser astral que viaja por el mundo con la expresa intención de causarle problemas diplomáticos al gobierno chino. A pesar del rostro bondadoso y puro de Joseph Ratzinger, y de su bagaje filosófico, su duro acento alemán no le ayudó demasiado en Querétaro, ni ayudó mucho él con su presencia, por lo tanto, a la enclenque candidatura de la panista Josefina Vázquez Mota. En cambio, el carisma de Bergoglio se vierte íntegro y sin desperdicio en la mentalidad de los hablantes del español, el tercer idioma más importante en el mundo, y que sirve más al Vaticano, como instrumento de predicación y de convicción, que el polaco de Wotjyla, que el alemán de Benedicto XVI, que el francés o el italiano, que nadie habla fuera del pequeño país mediterráneo. Cinco siglos después, América continúa siendo la tierra de promisión del catolicismo romano, lo hayan considerado o no de tal modo, en su momento, la reina Isabel de Trastámara y Cristóbal Colón, esas figuras que El Vaticano nunca ha conseguido canonizar. Así pues, la santidad también es una cosa de idiomas. El papa Bergoglio no tiene culpa por haber sido obispo de Buenos Aires durante la dictadura militar; en términos estrictos, ni siquiera tiene la culpa de haber nacido argentino. De lo que sí es responsable es de ser jesuita, de pertenecer a esa corriente que es la más culta e intelectual de la Iglesia, así como también la más autoritaria, y que ha prestado dirección y auxilio a personajes históricos tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha en Hispanoamérica. No obstante, su investidura actual seguramente causó un mayor malestar a la populista Cristina Fernández que a los militares argentinos del pasado. Los mandatarios izquierdistas de América del sur -Dilma Rousseff, Nicolás Maduro, Rafael Correa, Ollanta Humala, Michelle Bachelett- tendrán en él, más que a un aliado, al más grande competidor. El carisma de Francisco, cuando florezca en plenitud, será sin duda más vasto y devastador que el de Hugo Chávez o Fidel Castro, pequeños líderes provincianos.