Héctor (IV)

Opinión
/ 2 octubre 2015

Por aquellos años -de los cincuentas hablo del pasado siglo- la actividad teatral en Saltillo era muy pobre. De vez en cuando venía algún grupo de Monterrey. El de Elisamaría Ortiz -pegados los dos nombres- traía obras religiosas que toda la buena sociedad saltillense se sentía obligada a ver; dramas como "La Herida Luminosa", en el cual actuó un excelente actor regiomontano, Rubén González Garza, que en ese tiempo casi siempre hacía -y muy bien- el papel de sacerdote.

En el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno se hacían "fiestas" con motivo del cumpleaños del señor Obispo. En ellas se representaban sainetes que buscaban hacer reír al público. Recuerdo uno llamado "Se vende una mula", y recuerdo también su argumento. Llegaba el pretendiente de la hija de un granjero a pedir autorización para tener relación de noviazgo con la chica. El señor pensaba equivocadamente que el visitante era un comprador interesado en adquirir la mula que estaba vendiendo, y de tal confusión derivaba un diálogo chispeante: "No lo engaño, joven: la condenada es muy tragona, huele mal, y tiene un carácter endiablado". "No importa; así la quiero". "Pos entonces llévesela. Nomás si luego lo muerde o le da una patada no me vaya a venir con que me la devuelve"). Todo eso motivaba grandes carcajadas en la concurrencia y discretas sonrisas episcopales en el agasajado.

A veces alguien se atrevía con piezas de mayor aliento. Doña Ema Fernández, ejemplar dama cuyo nombre ninguna crónica del teatro saltillense ha recogido, puso "El Condenado por Desconfiado", de Tirso de Molina, un confuso drama teológico que jamás he logrado entender, y que seguramente tampoco entendería el mismo Santo Tomás de Aquino si resucitara especialmente para eso, pero que a los jesuitas les gustaba mucho. Seguramente fueron ellos quienes le pidieron a doña Ema que lo llevara a escena. La gente oía boquiabierta los abstrusos parlamentos de los personajes, con tesis inextricables sobre la predestinación, el libre arbitrio y otras cuestiones abisales de igual jaez y laya.

Pues bien: en aquel ambiente cargado de religiosidad montó Héctor González Morales aquel tremendo culebrón, "La antorcha escondida". Si no lo excomulgaron con toda su compañía, incluido el señor Acosta, tramoyista, fue sólo porque tal castigo ya no estaba en uso.

Había en Saltillo, por fortuna, gente como aquellos actores y actrices que ayer dije. A los nombres de Marcia y Josefina Flores añado el de una linda muchacha de entonces, y linda señora de hoy, Cecilia Rodríguez Melo, cuya gracia y simpatía fueron en esos tiempos adorno de la escena y son y han sido siempre adorno de la vida de quienes hemos tenido la fortuna de tratarla.

La gente de teatro es bella gente. Poseen los hombres y las mujeres de farándula una preciosa calidad: están por encima de las convenciones que atan a los mortales comunes y corrientes. Son libres, quizá por herencia de los juglares del medioevo, de los cuales son herederos legítimos, que andaban por los caminos de Dios -"la legua"- con equipaje ligero y abierto corazón. Así eran Héctor y sus actores. Desafiaron sin temor a aquella pacata sociedad que tiene su equivalente ahora en la forma de grupos de religión high life. La gente de Saltillo no vio con buenos ojos aquella vitanda obra de D'Annunzio, y "La Antorcha Escondida" subió al palco escénico una sola vez, o cuando mucho dos. Tal era la suerte que corrían aquí las obras de teatro: se ensayaban seis meses y se presentaban una sola noche. Ahora muchas obras se ensayan una sola noche y se presentan seis meses.

 (Continúa -y termina- mañana).

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