Irlanda en México
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El presidente Bill Clinton decía que la mitad del mundo eran irlandeses y la otra mitad quería serlo. El doble sentido de la frase es muy atinado, ya que se trata del pueblo con más migrantes en el mundo y a la vez son gente con un encanto muy especial. Actualmente, más de 60 millones de estadounidenses son de origen irlandés. Esto quiere decir que no sólo somos vecinos de Estados Unidos, sino también de Irlanda.
En 1991 tuve el privilegio de abrir la Embajada de México en Dublín. Hasta ese entonces, los asuntos de Irlanda se manejaban de manera concurrente desde nuestra Embajada en Londres, lo cual no era especialmente del agrado de los irlandeses. Otros países lo hacían desde La Haya, tomando en cuenta las graves fricciones que existían entre Irlanda y el Reino Unido.
Llegué solo, con una maleta, mis documentos oficiales, una caja con dos banderas, el escudo de la embajada y un cheque de 25 mil dólares. Con eso debía alcanzar para acreditarme ante el gobierno y para conseguir el inmueble de la embajada, residencia, contratación de servicios, personal y arrendamiento de un coche. En Tlatelolco me hacían burla cantándome la canción de Chava Flores de "mira Bartola, ahí te dejo esos dos pesos para que pagues la renta, el teléfono y la luz". A veces pensaba que a Bartola le había ido mejor. Al inicio, la Embajada en pleno estaba compuesta por una secretaria, un mensajero y un diplomático, es decir, yo.
En forma alguna me inquietaba la manera raquítica en que iniciamos las labores. Era mi primera oportunidad como jefe de misión, yo había sido uno de los que había insistido más en la necesidad de contar con una representación en Irlanda y al estar solo, tenía la ventaja de realizar labores políticas, comerciales, culturales o educativas, según fuera detectando las oportunidades. Desde el primer día en Dublín, un 25 de junio, Bloomsday, el día en que acontece el Ulises de James Joyce, empecé a urgir al gobierno irlandés para que abriese una Embajada en México. Solamente así le podríamos dar contenidos reales y de largo alcance a la relación bilateral. Me contestaban que no tenían presupuesto para abrir una nueva embajada; yo les hacía notar que más que una inversión significativa se requería de voluntad política y sobre todo de percatarse de las grandes afinidades que existían entre mexicanos e irlandeses. Su cónsul honorario en México era Rómulo O'Farrill, un importante empresario, dueño del periódico "Novedades". Les recomendé que hablaran con él para que les ayudase a abrir su misión en la capital mexicana. A la vuelta de tres años estrenaron su embajada en nuestro país.
Para México era importante abrir esta embajada, tanto por el potencial económico que comenzaba a desplegar Irlanda, el famoso Tigre Celta, como por ser uno de los dos países de la OCDE donde no teníamos representación diplomática. El otro era Nueva Zelanda, donde también carecíamos de embajada y donde nadie se imaginaba que algún día tendríamos que jugarnos el pase al Mundial de futbol. Si queríamos entrar a la OCDE era imprescindible contar con embajadas en todos sus países miembros.
Dos décadas más tarde el Presidente de Irlanda, Michael D. Higgins, está realizando una visita oficial a nuestro país. El comercio bilateral ya rebasa los mil millones de dólares anuales, existen empresas bilaterales en aviación, farmacéutica, energía, productos de cartón y papel, así como mecanismos de distribución de exportaciones mexicanas hacia el resto de Europa. Las principales universidades de los dos países se encuentran hermanadas en proyectos de investigación e intercambio de estudiantes. Tenemos a más de dos mil quinientos jóvenes mexicanos en instituciones de enseñanza irlandesas. Existe un afecto genuino y natural entre mexicanos e irlandeses; los dos somos vecinos de grandes potencias y eso forja un carácter y una actitud hacia la vida. Mirando hacia atrás, esas dos décadas que han transcurrido desde que emprendí el vuelo solitario hacia Eire, queda claro que ha sido una de las mejores y más rentables inversiones que ha hecho la diplomacia mexicana.
Enrique Berruga Filloy