El día que me dieron cran (III)

Opinión
/ 2 octubre 2015

Por fin tuve ante mí aquel platillo prodigioso cuya sabrosura tanto me había ponderado mi amigo de Toluca. Doña María, autora de aquel guiso, me lo presentó con el mismo ademán con que Velázquez debe haberle mostrado "Las Meninas" a Felipe IV.

Consistía tal manjar, el decantado "cran", en unas como rodajas de carne blanquecina guisadas en especiosa salsa verde. El aspecto, en verdad, no era muy atractivo, pero la salsa despedía un incitante aroma difícil de resitir. Estaba de por medio, además, el honor del buen gourmet, que no rehuye ningún reto de mesa. Si a la misa llaman tres veces, a la mesa nomás una vez llaman.

Esgrimí, pues, con determinación cuchillo y tenedor y me dispuse a entrar en aquella terra ignota, el cran. Un último escrúpulo, quizás el instinto de la conservación, me llevó a preguntar:

-¿Qué es?

-Coma usted. Le va a gustar.

Empecé, pues. Aquello era una delicia. No recordaba haber comido nunca guiso igual.

 Se desleía en mi boca la carne como si fuera de cordero lechal, sabrosa vianda propia de cocina de ángeles. 

La salsa tenía la cualidad que las buenas salsas han de tener: no ocultar ni disfrazar el sabor de la carne, como hace el curry inglés, sino realzarlo para mostrar mejor su calidad.

-¡Qué sabroso está esto! -dije con entusiasmo-. Ya díganme que es.

-Cuando termine, licenciado.

Ataqué otra vez con denuedo, como cruzado frente a los muros de Jerusalén. Bien pronto di cuenta de aquel platillo suculento. 

La ración había sido grande, pero más grandes fueron mi gusto y mi apetito.

-¿Quiere más? -me preguntó doña María.

-No, gracias. Quedé muy satisfecho.

Se inclinó sobre mí quien me invitaba y me dijo en voz baja:

-El platillo es afrodisíaco.

-Está bien, doña María. Sírvame otra vez. Un poco más que la anterior, si es tan amable. Como que me volvió a dar hambre.

Y allá viene la ración segunda, más rica aún que la anterior.

No dejé nada. Con pan rebañé el plato sin dejar huella del guiso que llevó. 

Si el plato hubiera tenido dibujada en el fondo alguna figurita seguramente la habría borrado yo.

-Ahora sí -pedí con el derecho que da el deber cumplido-. Díganme qué fue lo que comí.

Una sonrisa picaresca apareció en los labios de doña María.

-Licenciado -me preguntó mi invitador-. ¿Ha comido usted alguna vez criadillas de toro?

-Desde luego.

-Esto era lo demás.

Ganas me dieron de decir como en las telenovelas: "-Ahora lo comprendo todo". O también, como en las viejas comedias españolas: "-Ahora caigo". Me expliqué entonces la misteriosa actitud del anfitrión; la pícara sonrisa de doña María y el tan curioso nombre del platillo: "cran".

Tal vocablo, derivado de la palabra inglesa "crank", servía para designar una manivela con la cual se hacían arrancar los motores de los antiguos automóviles.

Aquí acaba la historia del día que me dieron cran. No me arrepiento de esa extraña experiencia gastronómica. Si comemos riñones, menudo con pata, hígado y lengua, menos desdoro hay en comer partes que aun en los toros son llamadas "nobles".



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