W. Allen
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Vaya por delante que en general las películas de Woody Allen no me gustan. En la mitad de ellas el personaje principal es él mismo, Woody Allen, aunque quien lo interprete sea otro actor: acelerado, supuestamente ocurrente, al borde de un ataque de nervios y hablando siempre sin parar, histriónico en exceso.
Dicho lo cual, comprendo que a muchas personas a las que sí les gustan sus películas de pronto se sientan un tanto incómodas.
La terrible carta publicada en el New York Times la semana pasada, donde una hija adoptiva de Mia Farrow acusa a Allen de abusar de ella cuando era niña, trae a la mente la sempiterna discusión de hasta dónde hay que separar a un autor de su obra.
En la teoría el asunto es claro: la obra debe valorarse sin tener en cuenta la vida privada de su autor. Una persona puede ser un gran director, un gran escritor, un gran deportista, un extraordinario cantante, y al mismo tiempo ser una persona aburrida, gris o monstruosa: es un error asumir que un artista cuya obra nos gusta sea por ese hecho una persona admirable en todos los sentidos.
En el caso de Woody Allen, si la acusación se comprueba sus películas no serán menos buenas porque su director y guionista sea un pederasta.
En la práctica ocurre, sin embargo, una sutil transformación en nuestra relación con la obra, que no se refiere a la calidad que apreciamos en ella.
Después de saber que Woody Allen probablemente sea un pederasta, algunas bromas con trasfondo sexual en sus películas adquieren otra coloración. La obsesión de este o aquel personaje con el sexo ya no parece tan natural. La constante presencia de actrices atractivas de pronto no resulta ya tan inocente, e incluso raya en el mal gusto.
La manera en que vemos una obra cambia de acuerdo con los detalles de la vida privada del autor que se hacen públicos. A final de cuentas, ambas son vasos comunicantes.
La acusación que pesa sobre Allen también nos hace cuestionarnos hasta dónde el círculo cercano de un artista hace la vista gorda con sus excesos y desmanes.
Ejemplos tristemente célebres hay muchos. Pero el más reciente es el que fue destapado en Inglaterra.
Durante más de cincuenta años Jimmy Saville fue un conductor de radio y televisión del que se decía era pederasta. Incluso se investigaron algunos indicios, pero sus contactos, su fama y sus influencias evitaron que se profundizara en ellos.
Saville siguió conduciendo programas, codeándose con artistas, y participando en actos de beneficencia. Tanta era su fama e influencia que fue nombrado Sir por la Reina de Inglaterra, y condecorado como Caballero por el Papa Juan Pablo II.
Poco después de su muerte se supo que abusó de centenares de niños y niñas. Se supo también que muchos testigos no sólo nunca lo delataron sino que se tomaban el asunto como un rasgo de excentricidad del tipo, y que varias investigaciones policiales y periodísticas sobre su comportamiento se cancelaron por presiones de arriba.
Woody Allen, sin embargo, está vivo, y anunció que las acusaciones son falsas y vergonzosas y que responderá a ellas muy pronto.
Enhorabuena: es una gran noticia que pueda defenderse y que piense hacerlo. Así, si resulta verdad que todo es una invención, las personas a las que les gustan sus películas podrán seguir viéndolas sin necesidad de percibir sentidos ocultos, y podrán disfrutarlas de nuevo, ¿cómo decirlo? Con naturalidad.
Y si resulta que la mujer que lo acusa está diciendo la verdad, entonces que lo metan en la cárcel. Que las películas de Woody Allen sean consideradas obras maestras por muchos no significa que pueda hacer con su vida privada lo que le venga en gana.