Las tinieblas de la tentación
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La metafísica es una rama de la literatura fantástica.
Jorge Luis Borges
En 1947, cuando Salvador Dalí era aún un pintor genial y no había caído en las fauces del dólar, y durante ese periodo tenebroso de la historia, el catalán pintó su versión de “Las tentaciones de san Antonio”: un cuadro inspirado menos en la rica tradición icónica de Occidente que en la obra de Gustave Flaubert.
La pintura de Dalí representa un desfile de animales de patas larguísimas que cargan en sus lomos a personajes, arquitecturas, obeliscos y más. Vienen hacia el eremita - arrodillado en la parte baja izquierda del cuadro-, que extiende hacia la caravana una rústica cruz a manera de arma. La escena transcurre, como en casi toda la obra de Dalí, en un ambiente desértico y mudo: en el horizonte, algunas montañas bajas, y más acá, ciertas figuras que aluden a una de las obsesiones del artista: el “Angelus” de Millet.
Las extremidades de los elefantes que forman parte de este cortejo de tentaciones parecen patas de tarántula y aquel ser blanco y alado que vemos en el fondo ¿es un ángel? El caballo que encabeza el desfile, blanco también, se encabrita y echa violentamente la testa hacia su lado izquierdo, como si rechazara la pequeña cruz, hecha de ramas, que el santo esgrime contra la comitiva. El cuerpo del equino es escultórico: su crin inmóvil, sus patas traseras igualmente estáticas lo tornan más extraño aún.
“Y Antonio vio delante de él una basílica inmensa. La luz se proyecta desde el fondo, maravillosa con sus destellos como si fuera un sol multicolor. Ilumina las innumerables cabezas de la multitud que atesta la nave y se refleja, entre las columnas, hacia la parte baja de los laterales, donde se distinguen, dentro de los compartimientos de madera, altares, camas, cadenillas de piedrecitas azules y constelaciones pintadas en los muros…”. Éste es el inicio de la acotación con que Flaubert abre la parte o el “acto IV” –el más largo- de su obra “La tentación de san Antonio”.
En el cuadro de Dalí, detrás del caballo blanco desfilan elefantes; sobre el primero y rematando una suerte de fuente viaja de pie una voluptuosa mujer que acaricia sus senos y goza de sí misma sin ningún pudor; la reina de Saba, quizá. La siguiente bestia carga un obelisco con incrustaciones de redondas piedras azuladas. La basílica que describe Flaubert viene encima de dos elefantes “arácnidos” que siguen a los anteriores; un generoso torso de mujer asoma su belleza desde uno de los balcones de esta basílica portátil y personajes alados revolotean en torno de la cúpula.
Dalí captura la angustiosa encrucijada de san Antonio, la obra de Flaubert y las oníricas acotaciones que el escritor consigna abundantemente en su novela dramática. Cuando el surrealismo aún tenía algo qué decir, el pintor catalán alcanza a concentrar en este lienzo la tumultuosa alegoría de la tentación, ésa que debe enfrentar no sólo san Antonio, sino todo hombre vivo, toda mujer viva. No es indispensable ser psicoanalista para ver lo que sucede en este cuadro y en la obra del autor de “Bouvard y Pécuchet”. La tentación está ya en la génesis y en el “Génesis”. La carne siente –y sufre- la tentación de la exquisita sensualidad; el pensamiento sufre –y se abisma- en la tentación de “saber”: ése es el fruto que nos fue prohibido, según el Antiguo Testamento. Mayor y más demencial alegoría no hay en la literatura, ni en ninguna parte.
Que la materia pueda representar el barrunto de tales profundidades es, si no milagroso, al menos asombroso y paradójico. El Bosco, Brueghel y otros lo hicieron, y de qué manera. Muchos artistas lo han hecho: representar lo irrepresentable es el sublime fracaso del arte. Flaubert hace decir a muchos de sus protocristianos personajes cosas que parecen la formulación verbal de un laberinto místico y desesperadamente ontológico; hace hablar al Diablo y cuando éste emite sus parlamentos, el cimiento de nuestra concepción del mundo tiembla de tal modo que parece que en cualquier momento se vendrá abajo, tal es la lucidez, la lógica y la retórica del “portador de la luz”: Lucifer. Porque él parece decir lo indecible, lo inefable, como en “El Paraíso Perdido”, de Milton. ¿Quién es Dios, entonces (por Dios)?
En un cuadro de Brueghel se inspiró Flaubert para escribir su obra. Pero El Bosco y otros muchos artistas pintaron sus propias tentaciones de san Antonio, por encargo o por voluntad propia. Sin embargo, ¿cómo pintar, cómo convertir estas brumas en palabras, como lo hizo Flaubert, quien logró hacer decir a Manes [“líder religioso persa del siglo III, fundador del maniqueísmo”] el siguiente discurso? “Al llegar las tinieblas a su reino, Dios sacó de su esencia una virtud que creó al primer hombre, y en torno suyo estableció los cinco elementos. Pero los demonios de las tinieblas le sustrajeron una parte, y esa parte es el alma…”