Recuerdo de tierra y sangre

Opinión
/ 2 octubre 2015

A Rocío Sotomayor Velis

Frente al sol, una tarde de sábado, hay un cuadro amplio para dar vida a un jardín. Me hinco sobre una frazada, tal como lo hacía mi madre cuando plantaba violetas en el jardín de nuestra infancia. ¿Soy ella, ahora? Primero quito las piedras y los trozos de concreto que han sido olvidados por los albañiles y la constructora. Paso las manos por la tierra húmeda; dedos como peines que avanzan mientras extraigo con cuidado vidrios y fichas metálicas. Poco a poco salen puntas de hilos metálicos y pienso que de algún modo está herida esta tierra; que limpio y alivio ese vientre en donde depositaré cuerpos de clorofila intensa.

A veces entierro un cuchillo cuando mis manos sienten que algún trozo de concreto no sale y resulta una pieza lo suficientemente grande como para no dejar crecer un árbol, así que hago contrapeso y jalo con fuerza. Va para afuera.

He logrado hacer varias pilas de lo extraído: vidrios, latas oxidadas y fichas, colillas, piedras, pedazos de block y algo de fibras plásticas.

El cuchillo me permite generar el hueco en donde irá un árbol frutal. Ayudo excavando con mis manos en el húmedo aroma por donde asoman largas línea rojas vivas, esas lombrices que mineralizan la tierra.

Una punzada avisa que encontré otro vidrio. Mi dedo medio sangra. Hay algo de dolor y gozo al ver los tonos café y rojo unidos. Dudo si continuar, pero una herida es un precio tan diminuto por tanto que ella da. Prosigo. La herida en su sabiduría, deja de sangrar. En un punto el dolor desaparece y mientras mis dedos peinan la tierra, acaricio su movilidad. Esto es de un placer que eriza la piel.

Entonces recuerdo la historia de mi abuela contada por mi madre: tenía un espacio privado abierto al sol, donde nadie podía distraerla; ese espacio era su jardín de flores. Allí entraba a recrearse en la belleza de espinas y pétalos. Su paraíso en la tierra. Allí desaparecían los horarios de lavar la ropa de los hijos, de coser, de cocinar o hacer conservas; nadie la molestaba. De allí se llenaba de belleza para proseguir. La imagino como una estampa entre las rosaledas. Alguna vez visité ese espacio, lo que quedaba de él.

Sigo sentada. Engarzo hileras de pasto, cambio mi ubicación poco a poco. Tengo en mi mente el cuerpo de mi madre mientras jugábamos a su lado al tiempo que ella tejía su cuerpo con la tierra.

Me falta mucho para acabar. Es una tarea de limpiar también recuerdos; ¿eso hacía mi madre? ¿Viajaba a su infancia cuando mi abuelo sembraba sandías o trigo? ¿Huía a su mundo privado? Ella daba vida a más vida, como ahora que sigue siendo un árbol de naranjas cocinando flan para nosotras, en ese domicilio de palmeras y blanco calcinante.

Yo traigo una mezcla de Dickinson y platos sucios, de té y estrellas. Y algo se limpia con el aroma de la tierra. Me detengo a mirar el firmamento; pronto la noche tomará el mando del cielo. Pienso que a mi madre: le gustaría verme haciendo esto. Vuelvo al zurcido de la tierra.

Un auto llega frente a mi casa. Mi corazón se acelera: es mi madre; viene con mi tía en el asiento del copiloto y exclama algo que ya no recuerdo. Sólo veo en mi memoria su rostro y sus labios de media luna complacidos. En silencio compartimos toda esta historia del jardín que ella se sabe tan bien y mucho más, mucho más que yo. Voy a su encuentro. claudiadesierto@gmail.com




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