Don M

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Muy ocurrente señor era don M, cuyo nombre no pongo aquí completo por razones de discreción. Ganaba buenos dineros trabajando, pero gustaba de leer el libro de las 40 hojas, es decir que tenía afición a la baraja, y en conquianes, albures y briscas solía perder mucho de lo ganado.
Un cierto día le mandó recado a su señora: había hecho un buen negocio, y ya iba a la casa con mucho dinero en los bolsillos. Llegó, en efecto, pero más desplumado que un canario que se hubiera metido por equivocación en una cancha de badminton.
-¿No que traías mucho dinero? -le dijo amoscada su señora.
-Lo traía -contestó don M-, pero me lo quitaron ocho de a pie y cuatro de a caballo.
Se refería a los reyes, las sotas y los caballos de la baraja traicionera.
En otra ocasión el mismo señor don M fue a Terán, la zona de tolerancia de Saltillo, y se enredó con una de las daifas que en ese lugar de rompe y rasga hacían comercio con su cuerpo.
No sé qué haría con ella -líbreme Dios de averiguar detalles que no quiero ni imaginar-, el caso es que perdió su dentadura postiza. Al día siguiente de la noche anterior don M hizo acto de presencia en las oficinas de “El Diario’’, el periódico que en la calle de Múzquiz dirigía don Benjamín Cabrera, y un día después apareció publicado en la primera plana un muy vistoso anuncio:
GRATIFICARÉ
sin averiguaciones a la persona que haya encontrado
una dentadura postiza extraviada en el cabaret “Montecarlo”, de la zona de tolerancia, la noche
del pasado sábado.
Entregarla en casa de don M, Calle Tal, Número Tal.
Sus hijos -sobre todo sus hijas- pusieron el grito en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Le reclamaron a su padre:
-¡Pero, papá! ¡Qué forma de avergonzarnos! ¡Ahora todo Saltillo sabe que usted frecuenta esos lugares! ¡Si era cuestión de la dentadura, nosotros le habríamos dado para que se comprara otra!
-No es la dentadura -respondió don M hablando trabajosamente- Es la amansada.
Hombre de buen humor, lo conservó hasta lo último. Cuando le llegó la hora de la muerte hizo que se congregaran en torno de su lecho las mujeres de la familia: esposa, hijas, hermanas, sobrinas, nueras y cuñadas. Con voz doliente se despidió de ellas; solemnemente les dio la bendición. Luego exhaló un profundo suspiro, sacudió todas las extremidades y dobló la cabeza sobre la almohada.
Las mujeres se abrazaron unas a otras, pesarosas, y rompieron a llorar sonoramente. Hasta la calle, hasta tres cuadras más allá de la calle, se oían sus ululatos y gemidos. Don M abrió un ojo, enderezó la cabeza y paseó la mirada por las acongojadas plañideras.
-Nomás las estaba tanteando -dijo-, pa’ ver cómo van a reaicionar cuando me muera.
Sonrió muy divertido por la burla y se murió. Ahora sí de veras.