Festivalear
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El verbo no existe, pero la acción de disfrutar un festival cultural sí. Me refiero a la experiencia única que es el Festival Internacional Cervantino y al cual yo no había regresado en una veintena de años. Ahora lo lamento, ¿por qué me he privado de ese banquete de los sentidos, de ese halago del espíritu, de ese asombro que necesita aire? Si está tan al alcance. Para empezar la ciudad de Guanajuato es única, enclavada entre montañas, de difícil acceso, socavada y recorrida por túneles que revelan su pasado minero, con esas plazas contiguas y edificios coloniales, con ese paisaje que se atisba desde el templo de la Valenciana o del Auditorio del estado. Cerrada y abierta. Quizás los guanajuatenses padecen esas semanas de atiborramiento que desahucian el tráfico y que pueden conducir a excesos y fatalidades como la del joven estudiante hallado muerto (y lamentablemente aún sin explicación precisa de lo ocurrido), pero la oferta cultural orquestada con precisión y esmero durante el mes de octubre es un agasajo que deja huella. Produce un efecto similar al de visitar la ciudad de Nueva York y atascarse de museos, y conciertos, espectáculos callejeros, danza, arquitectura, vida. La intensidad a la que podemos estar expuestos durante tres o cuatro días tiene sus consecuencias. Zarandeadas estéticas, provocaciones visuales, fascinaciones auditivas. Desde un abierto y nocturno espectáculo en la Alhóndiga de Granaditas como el que dio Mediterráneo, un concierto jazz blues andaluz, turco, marroquí, a tono con el tema de fronteras de esta edición del FIC o el más solariego del mariachi Charanda en la Hacienda San Gabriel, donde entre el noble sonido de las cuerdas se pueden paladear los versos ingenuos, traviesos y deleitables de la música vernácula, a punto del olvido. También está la propuesta audaz y englobadora de origen belga, Theatrical madness que dura cuatro horas (yo no las aguanté) y la gozosa amalgama del cine, comic y teatro en Historia de amor de la compañía chilena Teatro Cinema. Aplaudo la idea de Jorge Volpi de incluir a la literatura que difícilmente es espectáculo, con las charlas de escritores como David Toscana, Ignacio Padilla o Cristina Rivera Garza, quien no deja de sorprendernos por su abierta disposición al diálogo de nuestro tiempo desde todas las posibilidades de la escritura, ahora como autora del libreto de la ópera Viaje, con música de Javier Torres Maldonado. Guanajuato es la ciudad idílica de cuarenta y dos ediciones de este festival, pues a pesar de que aún debe pulirse en su hotelería y oferta gastronómica (aunque unas buenas enchiladas mineras y los restaurantes de Calle cuatro están muy bien), uno puede ver cuatro o cinco cosas en un día y además desplazándose a pie; del Teatro Cervantes al Principal, al Juárez, y rematar en el Trasnoche, feliz y reciente idea, donde en el patio del antiguo Mesón de San Antonio, hoy sede de Extensión cultural de la Universidad de Guanajuato, se disfruta al estilo lounge el fado, la armónica de Antonio Serrano o el homenaje a Chava Flores por Emilio Perujo y su grupo. Lo mejor que uno puede hacer es darse la oportunidad del asombro; maravillarse por un Hamlet de la compañía danesa Theatre Republique acompañado de los músicos ingleses Tiger Lillies, donde vileza, oprobio y dignidad libran la batalla shakesperiana en medio de una propuesta musical y escenográfica deslumbrante. Uno sabe que por la marca indeleble de esa función hay que festivalear. En medio de nuestras más oscuras circunstancias, los logros del quehacer humano en las distintas esferas del arte, son la esperanza y la luz.