Elogio del hogar

Opinión
/ 1 marzo 2015

Reniego de la sombra cuando ésta pasa cantando. En las horas más altas y dolorosas del día y en temporadas, decido engañar y traicionar a mi soledad. Ésta no perdona. Celosa, araña inmediatamente mi corazón y da la espalda cuando la trato de seducir de nuevo. Así es la soledad del escritor, así de huraña y posesiva es mi soledad. Si la escritora Dorothy Parker –creo recordar– trataba a su resaca, a su cruda, como un ser humano más, tengo años tratando a la fémina llamada Soledad como una amante inseparable, una rabiosa amante celosa y demandante.

Vivo entonces con mi Soledad en mi hogar. Y lo he contado ya un par de veces, me siento a gusto y a mis anchas en la habitación impersonal de un hotel o dentro de las cuatro paredes blancas de un cuarto de Hospital. De hecho, varias de mis musas las cuales me han acompañado en etapas de mi vida, lo saben: periódicamente dejo mi casa y a mi Soledad y me voy a hospedar a un hotel aquí, dentro de la ciudad. En ocasiones un solo día, en ocasiones por semanas. En esto me parezco a Wakefield, aquel ser humano –jamás personaje– emanado de la pluma de Natahniel Hawtorne.

Todo mundo lo recuerda. Un día Wakefield sale de su casa a comprar cigarrillos… y tarda lustros en regresar a su casa, a su hogar. Sí, donde vivía con su esposa. Al parecer tarda en regresar 20 años. Si mal no recuerdo. Exiliado entonces en mi ciudad, soy mal remedo de Wakefield. Frecuento las habitaciones de sus hoteles por placer y no por dolor.  

Otro poeta eternamente exiliado, 

Joseph Brodsky, describía su mazmorra como un sitio “tan oscuro como el interior de una aguja”. Es larga la relación amor-odio entre nosotros los escritores con nuestras casas, nuestros hogares. Es un tema frecuente en literatura. Y todo mundo lo sabe. No tengo casa. No tengo casa propia. Siempre he pensado en la llegada de un Tsunami el cual se llevaría en un segundo de furia, cortinas, ventanas, baldosas y el hormigón de mi casa. ¿Ha notado usted de esas aberturas vacías llamadas puertas y ventanas por lo cual usted puede hacer uso de su casa?

No es la dureza de las paredes la seguridad, aparente seguridad de la morada, sino el vacío de su interior la facultad de su ser, lo cual nos permite habitarla. Leo un viejo libro oriental, el “Tao Te King” atribuido a ese viejo sabio de barba de fuego, Lao-Tsé, el cual deletreó lo siguiente: “Con arcilla se fabrican las vasijas/ pero la utilidad de las vasijas/ depende su vacío”. Le creo al rancio sabio oriental.

Esquina-bajan

¿Cuál es el corazón de una casa, de un hogar? Sin duda alguna, el fogón, el brasero, la cocina, el hogar. Ésta y no otra es su etimología y significado primigenio: hogar, de “fogar”, sitio donde se coloca la lumbre en las cocinas, según recita don Martín Alonso en su inconmensurable “Enciclopedia del Idioma”. Sí, un libro el cual ya nadie lee ni conocen. En torno a este calor, a este fogón, se agrupa el verdadero hogar. Aquí y no en otro espacio se cumple tener una casa.

Tal vez por esto y sólo por esto, cuando he estado en sendas reuniones y tertulias en casa del académico Carlos Gutiérrez Aguilar y su bella esposa, Mony; cuando he estado en casa del chef de sabor huracanado, Juan Ramón Cárdenas y su gentil y guapa esposa, Betty, por lo general echamos raíces en las cocinas, en el brasero, y el fuego es alimentado con la vírgula y el verbo. Todo, mientras se hierve a pasión lenta los manjares a marinar.

Este fuego no consume, no; este fuego de hogar ilumina y entibia el alma. Las penumbras son sombras en fuga, atadas al resquicio de la puerta o en los mohosos bastiones de las baldosas sin luz propia. Nuestra casa no se cumpliría jamás si no tiene un fogón, una chimenea siempre encendida. Seguido reniego de las sombras cuando éstas pasan cantando en mi residencia. Mi padre jamás salía de nuestro hogar. Él le daba calor a todo la residencia. 




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