Yo defiendo a don Joaquín Archivaldo Guzmán Loera

Opinión
/ 30 marzo 2016

¿Qué mueve a un abogado a defender en agosto de 2015 a Joaquín Archivaldo Guzmán Loera?

Pregunta de rigor cuando se lee que el abogado de El Chapo acaba de interponer una demanda de amparo contra cualquier orden de detención para extraditarlo a Estados Unidos. El Chapo es quizá el prófugo más famoso del mundo. Su maquinaria de defensa, sin embargo, parece funcionar como si estuviera resolviendo un litigio de rutina. Desde vaya a saber Dios qué clandestinidad, El Chapo busca un amparo.

—¿Cómo le pagan sus honorarios? —le pregunto a Juan Pablo Badillo Soto, defensor desde octubre de El Chapo, justamente el encargado de promover los amparos contra la extradición.

—Ese es un asunto que no viene al caso en esta comunicación —me frena.

—¿Sí le pagan?

—Por supuesto que sí. ¡Dígame si usted trabaja de a gratis! Es una defensa absolutamente profesional y, por tanto, pagada.

Ya no pregunto cuánto ni cómo. Pero ¿quién toma las decisiones, quién diseña la estrategia de defensa, quién la evalúa? Me resisto a creer que a través de una, dos, diez, cien personas, El Chapo no haga el trazo de su defensa.

—¿Decide con total autonomía, abogado?

—No existe comunicación en este momento, por razones obvias, con mi defendido. Pero tengo la obligación absoluta, profesional, de seguir en su defensa. Como jurista, tengo que implementar su defensa con energía, con profesionalismo.

—Cuesta mucho creerlo.

—Oiga, por supuesto que como profesionista tengo que tomar decisiones. Y en este caso, yo no puedo estar preguntando en cada momento qué voy a hacer, dígame si me autoriza a tomar una taza de café.

Profesionalmente, yo tengo que tomar las decisiones. Absolutamente. Se hace en la defensa, lo que se tiene que hacer.

Cuenta que no ha visto a Guzmán Loera desde cuatro o cinco meses antes de la fuga del 11 de julio. Estremece la pasión con que expone, la seguridad con que dice que el señor Guzmán Loera confía en la prudencia y buen juicio profesional de su defensor, que soy yo, Juan Pablo Badillo Soto. Y tómenlo como quieran, es admirable la forma en que se bate por su cliente y afirma con la voz en alto: Yo defiendo a don Joaquín Archivaldo Guzmán Loera.

—Abogado, si lo detienen, lo van a extraditar. Es opinión generalizada.

—¡Opinión generalizada de quién! —me grita—. Vaya usted a la calle y consulte a diez personas, pídales su opinión y considerarán que es una barbarie absurda si se concediera la extradición del señor Guzmán Loera.

—Firme en la defensa.

—¡Por supuesto, señor! Hasta que se dilucide la impartición de justicia, la del respeto a las instituciones y a la soberanía de la patria mexicana. Y obviamente, el único que manda sobre mi desempeño profesional es el señor Joaquín Archivaldo Guzmán Loera.

¿Gana mucho dinero, está amenazado, no le queda de otra? No lo sé. Guardo para el registro sus palabras. Parecen, diría Václav Havel, las de un hombre que sabe que la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar el resultado final.

Eso parecen.

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