Don Agustín Rivera fue un extraño sacerdote: liberal, se hizo partidario de don Benito Juárez. Un cura juarista, ¿pasan ustedes a creer? He estado en la casa donde vivió el padre Rivera, en Lagos de Moreno, una linda casita que tiene un patinillo lleno de luz, con una noria y una enredadera. En una de mis amadas librerías de viejo compré la edición original de uno de los opúsculos escritos por don Agustín. En él pedía que la enseñanza del latín no sólo se hiciera en los seminarios, sino también en las escuelas públicas, de modo que toda la gente pudiera aprender esa preciosa lengua, no solamente los sacerdotes. “Hasta los indios y las mujeres deben saber latín” –postulaba el inquieto señor en frase muy de su tiempo que ahora escandalizaría lo mismo a las feministas que a los apóstoles del indigenismo.
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El Padre Rivera imponía respeto por su alta estatura y por la reciedumbre de su sabiduría. Gustaba de entablar polémicas, y por quítame allá estas pajas andaba con todo mundo en arduos pleitos que duraban a veces luengos años. El escritor jalisciense Agustín Yáñez tiene escrita una biografía de su tocayo, y dice en ella cosas muy interesantes. Una me llamó la atención. A todas sus sirvientas el Padre Rivera las llamaba con el mismo nombre. Aunque se llamaran Petra, Juana o Chona, él les decía O. Así sencillamente: O. “Para ahorrar tiempo”, decía.
Aunque parezca raro, O es un nombre, seguramente el más corto que existe en todas las lenguas. De ahí viene aquel chiste que habla de quienes competían por ver cuál tenía el nombre más corto. Un japonés dijo que se llamaba O. Vino un español y se jactó de que su nombre era más corto, pues se llamaba Casio: casi O. Ganó −como siempre− el mexicano, cuyo nombre era Nicasio. Ni casi O.
Sin embargo O no es nombre de hombre, sino de mujer. Va siempre acompañado por la advocación mariana: María la O. El gran compositor cubano Ernesto Lecuona escribió una bella canción que así se llama: “María la O”. La conocemos hoy porque la canta Plácido Domingo, pero existe una interpretación mejor: la de José Mojica. En ella ese tenor, galán de cine y luego fraile franciscano, recita un largo reproche a la mujer que una vez despreció su “amor de hombre pobre, pero honrado”, y celebra verla ahora caída en la desgracia. “¡Mírate hoy! ¡Mírate hoy!”.
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Hasta donde sé, el nombre de María la O proviene de una serie de siete antífonas latinas que se cantan al lado de las palabras que la Virgen pronunció al recibir la noticia de que en ella encarnaría el Redentor. Esas palabras forman el bello himno conocido con el nombre de Magnificat, que la gente de antes llamaba “la Magnífica”. Aquellas antífonas que dije se emplean, una cada día, al rezarse las vísperas los días del 17 al 23 de diciembre. Tienen la común característica de que todas empiezan con la interjección latina O, que se traduce por nuestra expresión de asombro o admiración: “¡Oh!”. Tal es el origen de ese nombre que entre nosotros ya no se usa: María la O.