Abominaciones gastronómicas

Opinión
/ 15 septiembre 2024

Por: Abril Medina Martínez*

Me gusta hurtar y encuentro placer en ello. Disfruto acercarme al límite entre lo prohibido y lo legal. No creo ser una persona horrible. No me entrometo con parejas ajenas ni asalto bancos. Tomo los jabones del hotel, las plumas de la recepción, el papel de la oficina y ahora iré por el premio mayor.

Mi golpe más grande tendría lugar en la boda de mi prima, que, afortunadamente, sería durante el eclipse de abril. Mi plan era tomarlo justo en el punto de máxima oscuridad y salir victoriosa a la par del desvanecimiento de la sombra lunar. Solo había un obstáculo inmenso dividido en varios: Mis tías, que también son amantes de lo ajeno y me superan en experiencia.

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Mi llegada fue puntual y estaba lista para llevar a cabo el plan A. Ocupé un lugar, mientras observaba cómo montaban la mesa frente a mí. “El que llegue primero se lo queda”, es la regla número uno entre nosotras. Recé para que funcionara porque realmente no tenía otra estrategia, era una novata jugando contra las más grandes. Ellas eran capaces de desaparecer perros finos, desenterrar matas para después plantarlas en su jardín y llenar la alacena con los condimentos de restaurantes.

Los novios abrieron la pista de baile. Cayeron dos. Mi tía Susana fue arrastrada por su marido para bailar la canción que era la sensación en su juventud y luego mi tía Perla, quien no pudo resistirse al ritmo de “Caballo Dorado”.

Tú también vete a bailar, hija. Córrele. Aquí te lo cuido —dijo mi tía Juliana.

No sé bailar, tía —respondí.

Regla número dos: el que se fue a la villa perdió su silla, esto aplica para todo. Así que no caí en la tentación.

El fenómeno comenzó en el cielo. Tomé un trago de vino para bajar los nervios y puse las manos en mi objetivo. De hecho, todas lo hicimos. A medida que la sombra del eclipse se alargaba, un extraño frenesí se apoderó de mi boca; un sabor metálico y espeso se aferraba a mi garganta. El vino en las copas se transformó en un líquido denso y oscuro, más parecido a la sangre coagulada que a un elixir festivo. Enseguida lo escupí. Cayó una más. Mi tía Claudia soltó el trofeo y corrió a vomitar al baño.

Curiosa, volví la mirada hacia mi plato y lo que antes era una pasta ahora era una masa de gusanos, incontables, deslizándose por el mantel y dejando un rastro viscoso a su paso. Observé a mi alrededor y vi que la comida de los demás también había mutado. El pan caliente se contorsionaba y retorcía en el plato; su corteza crujiente ahora cubierta de moho y hongos exhalaba esporas nauseabundas. El pollo revelaba un interior palpitante, sus huesos expuestos goteaban un pus amarillento, mientras insectos salían de su carne descompuesta. El queso se adhería a los labios y narices de quienes lo probaban, convirtiéndose en una red viscosa y pútrida que asfixiaba a los degustadores.

Pronto cayeron las más viejas, se desmayaron al ver tal atrocidad. Las que quedábamos en pie todavía estábamos aferradas al premio mayor.

¡Corre, hija, antes de que sea demasiado tarde! Nosotras te lo llevamos después —gritó mi tía Juliana mientras ella y las otras arpías mantenían las manos firmes en mi tesoro.

Váyanse ustedes. La rodilla no me va a dejar ir lejos —respondí.

Regla número tres: no confíes en nadie. No estaba dispuesta a cederles el premio tan fácilmente.

En otra mesa, un hombre masticaba semillas de ajonjolí que tardaron poco en germinar en su boca; los tallos se enroscaban y brotaban desde su interior, obstruyendo la respiración. Sus ojos se llenaron de raíces que emergían sacándolos de las cuencas, su piel se desgarraba por el brote de tallos y los gritos del hombre pasaron a ser un silencio sofocante, convirtiéndolo en una grotesca planta humana. Cayó otra, mi tía Bertha. Fue a auxiliar a su marido.

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Las frutas explotaban en una lluvia de jugos fermentados y gusanos, y las verduras se retorcían como serpientes; sus hojas afiladas cortaban los cachetes de quienes las mantenían en la boca. Los invitados huían, presas del pánico de que pasara algo peor. Sentí que las piernas podían dejar mi torso atrás, pero estaba decidida, no me iría sin mi trofeo.

Traté de dialogar con la última arpía que quedaba viva en esa mesa. Supliqué que me permitiera llevármelo. Ella se negó, no tenía miedo, porque tacleaba a cada criatura que pasaba en frente. En realidad, ella merecía más el triunfo que yo.

Regla número cuatro: ante la derrota es mejor huir. Solté toda ilusión de ganar y corrí entre gritos y el olor a vómito.

El jardín se llenó de una pirotecnia tan fuerte que me tiró al suelo.

Cuando el eclipse finalizó y cesaron las metamorfosis, encontré una débil esperanza, todavía rodeada por las abominaciones gastronómicas. Tomé el centro de mesa, le quité las manos que estaban separadas del cuerpo de otra mujer y me fui victoriosa.

ABRIL MEDINA MARTÍNEZ (Cuatro Ciénegas, 2006). Egresada como Técnico en Ofimática del CBTa No. 22, fue beneficiaria del PECDA Coahuila 2024 en la categoría Adolescentes Creadores Nuevos Talentos gracias a su proyecto “Diario de una mesera en apuros”. Fue mención especial en el 16° Concurso Infantil y Juvenil de Cuento 2023, organizado por el Instituto Electoral de la Ciudad de México, y en 2022 ganó el X Premio Estatal de Cuento “Naturaleza y sociedad”. Medina Martínez ha publicado en VANGUARDIA varios de sus cuentos para La Tamalera.

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