Afganistán y la muerte de Claudio Patiño
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Hace cuatro años, en el proceso de investigación de un reportaje largo sobre los efectos del estrés postraumático en un veterano de guerra estadounidense que terminó convirtiéndose en asesino serial, conocí a la familia de Claudio Patiño, un joven soldado hijo de inmigrantes que había muerto en Afganistán. Sus compañeros de batallón lo recordaban como un héroe de valor indomable, experto francotirador y líder nato. Patiño había sido abatido mientras escalaba una colina para averiguar la posición del enemigo, un escuadrón del Talibán, en la provincia de Helmand, en el suroeste afgano.
Cuando visité la casa de sus padres, ambos inmigrantes hispanos, encontré un verdadero altar para el joven Patiño. Sus padres habían decorado la casa con fotografías de Claudio y los reconocimientos que había recibido en vida y de manera póstuma. Su cuarto era una combinación entre la estética de la infancia e imágenes de guerra, incluidas fotografías de helicópteros en plena batalla. Los padres lo habían mantenido intacto, como si Claudio fuera a volver de un momento a otro. Lo mismo hicieron con el auto deportivo que el muchacho amaba, y que estaba aún en la cochera, listo para arrancar.
Me pareció evidente que la muerte prematura de Claudio —que era, además, de una apostura notable— había marcado para siempre el rumbo vital de su familia. Pero también recuerdo claramente el orgullo de la familia Patiño ante el sacrificio de su hijo, no solo por su valentía en combate sino porque pensaban que la misión había valido la (inmensa) pena. Esa misión era la batalla contra el régimen salvaje del Talibán en Afganistán, que había respaldado a Al Qaeda en los ataques del once de septiembre y había hundido a buena parte de la sociedad afgana en la zozobra y la represión.
He pensado mucho en los Patiño en estos días, en los que la misión estadounidense, que duró dos décadas, se ha resquebrajado de manera dramática en Afganistán. Tras la retirada definitiva de las tropas de Estados Unidos, el Talibán ha comenzado una ofensiva para capturar de nuevo el país e imponer su brutal interpretación de la ley islámica. El desenlace es producto, primero, del acuerdo que alcanzara Donald Trump con el Talibán, que estableció para este año la salida de Estados Unidos de tierra afgana, creyendo las promesas del Talibán. Pero es, por supuesto, producto del descuido injustificable de la administración Biden, que ha optado por dejar Afganistán justo cuando la ofensiva del Talibán arreciaba, abriendo la puerta a la catástrofe en desarrollo. Sin el respaldo (sobre todo aéreo) de Estados Unidos, las tropas afganas han ido cayendo, y la toma de Kabul es un hecho. Lo cierto es que el Talibán hoy controla Afganistán.
El pueblo afgano caerá en una crisis humanitaria sin comparación en el mundo. Ya ahora la situación es alarmante, pero cuando el Talibán imponga de nuevo su ley, el país probablemente descenderá en una espiral cuyo desenlace no puede más que ser de verdad trágico.
Todo esto ocurre después de veinte años y 800 mil millones dólares gastados en operaciones militares. La guerra en Afganistán les ha costado la vida a 2 mil 300 soldados estadounidenses y casi 55 mil civiles afganos, entre otras cifras terribles. Toda esa sangre, incluida la de Claudio Patiño, ha terminado en una derrota para Estados Unidos que algunos expertos comparan con Vietnam. No me parece una exageración. El Talibán ha esperado pacientemente, armando lo que el periodista Jon Lee Anderson define como una estrategia típica de guerrillas, hasta agotar a Washington. Hoy, después de la retirada apresurada e imprudente de Biden, los mismos hombres (porque son solo hombres, por supuesto) que hundieron a Afganistán en la tortura, la represión y la falta de libertades más esenciales, además de convertirse en refugio de terroristas internacionales, están de vuelta. Como si nada hubiera pasado. Como si muchachos como Claudio Patiño hubieran muerto en vano. Vaya desgracia.