Aguas con las aguas o el Estado que necesitamos
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Nos hemos acostumbrado a abordar la disyuntiva entre mercado libre o intervención del Estado como un tema esencialmente político e ideológico. El fracaso de la Unión Soviética y el triunfo del modelo occidental parecían haber zanjado definitivamente la disputa, en beneficio de este último.
Sin embargo, los nuevos retos que derivan de las crisis económicas y de la globalización, de la pandemia y del deterioro ecológico han exigido replantear el tema. Por gusto o por necesidad, los gobiernos se están viendo obligados a intervenir cada vez con mayor frecuencia e intensidad, sea para proteger a sus productores y trabajadores frente a la globalización, combatir la inflación, atender los flujos migratorios, conseguir vacunas y aplicarlas, paliar sequías, resolver la escasez de combustibles y alimentos, enfrentar desastres naturales de magnitud y frecuencia creciente. Tema todos ellos para los cuales “la mano invisible” del mercado no ha sido el mejor recurso. Y no se trata de Gobiernos de tendencia socialista o socialdemócrata necesaria o exclusivamente, ni que tengan como bandera una agenda en contra del liberalismo. Se trata, básicamente, de un asunto de logística, de necesidad en realidad, no de ideologías.
Francia, España, Alemania y Estados Unidos lo están haciendo, por mencionar algunos. Y México no es la excepción. El problema es que en nuestro País el asunto queda totalmente impregnado de la polarización política en la que estamos inmersos. El dilema “intervención pública o mercado” queda subordinado a la tensión “obradorismo versus antiobradorismo”. En cierta forma es inevitable, pero corremos el riesgo de atrincherarnos en batallas mezquinas ante problemas graves que trascienden la coyuntura política. Es decir, podríamos palomear o, por el contrario, rechazar las opciones de solución que como sociedad tenemos al dejarnos llevar simplemente por simpatías o antipatías políticas, al margen de la solidez o la falta de ella, de los planteamientos que se están ofreciendo.
Un ejemplo es el agua. Convertir la escasez en un asunto de seguridad nacional y firmar un decreto para intervenir y asegurar el abasto en Nuevo León nos indica que algo nuevo, y serio, está sucediendo. Tan serio como puede representar la señal de que el destino nos está alcanzando. Hace muchos años escuché a un experto decir que las guerras del futuro serían provocadas por la escasez de agua. El concepto se entendía, pero parecían observaciones más cercanas a las películas de ciencia ficción que a una posibilidad inmediata. Ya no. Pelearse por conseguir riquezas, territorios y poder puede ser una opción, luchar por tener agua cuando se carece de ella, es una necesidad.
El año pasado padecimos el acalorado conflicto fronterizo por las aguas que el tratado con Estados Unidos obliga a entregar a cambio de las que ellos nos proporcionan río arriba. Un tratado que en su conjunto puede ser justo e incluso el arreglo más provechoso para los dos países, pero no necesariamente para los que deben aportarla cuando tienen severas restricciones. A los árboles afectados les ofrece poco consuelo saber que su sacrificio es en beneficio del bosque. Y si bien es cierto que el asunto se politizó y fue atizado por los involucrados en las campañas electorales en Chihuahua, la falta de agua se mostró como un agravio socialmente muy inflamable. El previsible patrón de sequías y agotamiento de mantos acuíferos que el daño ambiental garantiza, por desgracia, nos deparará un rosario cada vez más intenso y frecuente de protestas de vecinos enardecidos por la inadmisible privación de agua.
Las leyes del mercado y la mera competencia propician dinámicas muy convenientes en muchas áreas de la vida de una comunidad, y es prudente que esto siga siendo así, pero ofrecen poca ayuda en muchos de los nuevos problemas que nuestros países enfrentan. Ya no sólo se trata de la necesidad de una intervención pública para resolver o matizar las distorsiones que el crecimiento espontáneo genera (pobreza y desigualdad, particularmente en sociedades con acceso diferenciado a las oportunidades), o la necesidad de incorporar criterios de beneficio social para asegurar que los servicios lleguen allá donde la ganancia y los rendimientos no ofrecen incentivos al mercado (internet, servicios médicos o energía eléctrica en poblaciones pobres y diseminadas o asentamientos urbanos irregulares). Ahora son también los muchos nuevos temas que no pueden ser dejados a los llamados “amos del universo”, gestores de los fondos de inversión en Wall Street o en manos de los CEOs designados por consejos de administración obsesionados por ampliar el EBITDA del año fiscal en curso.
Esto no quiere decir que toda intervención del Estado tenga que ser aceptada. Debe ser analizada y revisada a la luz de los costos y problemas que entraña frente a lo que intenta resolver. Pero sí significa que no tendría que ser descartada por su procedencia.
No sé si las medidas que contempla el decreto para paliar la escasez de agua en Nuevo León sean las más convenientes o no. Se necesitaría ser experto en la materia. Pero me queda claro que se trata de un esfuerzo para afrontar un problema urgente sobre el cual nadie puede quedar indiferente. Y si no es ideal, podría ser perfectible, mejorable. Lo que no es deseable es condenarlo o lincharlo, al margen de su contenido, simplemente en aras de nuestras disputas de cada día.
Hacerlo así inevitablemente nos condenará a resolver cada quien con sus uñas las molestias de los problemas comunes, a vivir dentro de bardas más altas y a atrincherarnos en el egoísmo que nuestros bolsillos se puedan permitir.
@Jorgezepedap