Al filo de la navaja

Opinión
/ 19 noviembre 2023

Una vez más, el alarido seco y desesperado rompió el silencio de la noche.

-¡Atrás, largo, no me hagas daño!

Román se sentó al pie de la cama con la respiración tan entrecortada que parecía haber escalado una montaña a paso veloz. Sudaba frío, a raudales, y sentía un intenso ardor en la garganta, eso sólo podía significar una cosa: de nuevo había gritado desaforadamente mientras dormía.

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Estaba harto de inventar excusas a sus compañeros de trabajo sobre el estadio de sus cuerdas bucales, especialmente los días en que perdía totalmente la voz, y nuevamente tendría que hacerlo. Después de un hondo resoplido para bajar la tensión, caviló:

-¡Uf! Sólo fue otro mal sueño.

Era la una de la mañana con cincuenta y seis minutos, es decir, no hacía ni dos horas que se había ido a dormir, pero desde que las pesadillas comenzaron a ser parte de su vida, los descansos entre cortados dejaron de ser una novedad. No transcurría una semana entera sin tener algún sobresalto nocturno.

No obstante, esta vez -con todo y su resistencia para admitir eventos extrasensoriales- no se atrevía a poner un pie fuera del catre para encaminar sus pasos hacia el retrete. La atmosfera onírica de la que acababa de huir seguía ahí y su escepticismo no venía en auxilio de la vejiga en ebullición.

El particular canon agnóstico que practicaba decía, a la letra, que la manera más efectiva para desarmar un miedo es cuestionarlo hasta pulverizar la estructura irracional sobre la que estos suelen germinar, pues según creía, no había mito que sobreviviera a la prueba de ácido de la lógica.

Sin embargo, las espantosas fantasías noctámbulas lo estaban carcomiendo y, como no hay miedo que no venga seguido de otro peor, lo que más le aterraba era mirarse en tercera persona dentro de las aterradoras escenas etéreas donde – maniatado- atestiguaba el calvario que le suministraban una pandilla de espectros.

La casa en la que transcurría la pesadilla de la que acababa de salir por la puerta de emergencia era, no cabía lugar a dudas, de su abuela: el hogar de la infancia, navidades y reuniones de domingo. Sin embargo, en el sueño estaba vacía, abandonada y la invadía un silencio al filo de la navaja. Todos los cuartos y patios en los que un día fue feliz e inocente se encontraban terriblemente deteriorados e invadidos de una falaz tensión que le hacía saber que no estaba solo.

Para su alivio, de pronto se apersonaron Miguel, Lalo y Poncho, sus primos. Necesitaban ayuda para cargar una enorme mesa de metal, llena de cera de veladora y cuyas patas tenían la forma de una amorfa pezuña de buey con afiladas garras.

Sin prestar demasiada atención al macabro detalle, sintió desahogo y, después de saludarlos, tomó el extremo vacante. La sensación de tranquilidad de verse acompañado lo hizo ignorar el curioso mal olor que expelían sus parientes.

No es posible que huelan peor que un perro muerto y su voz suene tan distorsionada ¿será porque desde chamacos son macizos pa’ empinan el codo y fuman como locomotoras?, dijo hacia sus adentros.

El grupo levantó el mueble apoltronado a medio patio y se dirigió al comedor, curiosamente, caminando en reversa. A pesar de la sospecha, ignoró el detalle de los pasos hacia atrás, pues era preferible acceder a sus caprichosos modos que quedarse nuevamente en soledad. Curiosas las mañas de estos pelagatos, pensó.

Primero entró Lalo, luego Poncho y después Miguel. El extremo que cargaba Román fue el último en ingresar, los vio avanzar lenta y torpemente con esa mirada vacía y perdida que lo hacía sentirse ajeno al grupo, más allá del silencio que acompañaba al trío consanguíneo con el cual un día compartió tardes enteras de juegos.

Echando mano de su capacidad de apreciación, notó que sus ropas eran viejas, sucias y con alimañas caminando por todo su cuerpo ¿No les daba comezón? Al alimón, no se percató de que, conforme fueron traspasando el umbral de la habitación, los cuerpos se convertían en una espesa nube de ceniza que se desplomaba al piso de forma presurosa.

A medida que avanzaban, incrementaba el peso de la taurina mesa, pues comenzaba a transportarla en soledad con la pulverización de los entes. Sólo atisbó a quejarse cuando cayó al piso y el sonoro estallido del metal le hizo añicos los oídos. Era demasiado tarde. Tenía un pie dentro de la habitación que no era, sino la penumbra total.

Atontado y con la cara polvorienta, intentó ponerse de pie, pero justo cuando tenía una rodilla en el suelo -cual caballero templario- un bufido le respiró en la nuca. Tardó un par de eternos segundos en girar el cuello. Lo que vio, lejos de pasmarlo, le provocó la más infantil de las reacciones en el lugar de la puericia por antonomasia.

Frente a él había una máscara de metro y cuarta de largo. Asemejaba un rectángulo mal dibujado, era gris como las ratas, tenía los ojos encarnados, una enorme nariz achatada y el perímetro coronado por afilados zapapicos. Algo en su esencia recordaba un bovino amén de malévolo que sólo una mente enferma podía degenerar a tal nivel.

Preso de la oscuridad, Román situó su atención en lo que creyó era la única válvula de escape: la boca de ese vestiglo era un deforme trapezoide sin fondo con la misma textura que el resto del falso rostro (¿o es que en realidad no era una máscara?), una piel negruzca y chamuscada con mechones de viejo pelaje hirsuto, de ese abismo asomaba una delgada lengua rojiza, salivosa y reptiliana.

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A la segunda bocanada del falso uro, cogió el musculo que asomaba de la boca y lo estiró con toda la fuerza de la que uno es capaz en la peor ensoñación, provocando que el horripilante ser soltara un cavernoso alarido que no habría podido atribuir a ninguna criatura conocida. Al tiempo, vio caer su mano en dos mitades, pues la lengua de ese bucólico leviatán era filosa como un alfanje de escalpar, luego la sangre en diluvio y su agorero olor a muerte.

Entonces, fue cuando despertó. La humedad no era por la pérdida de su extremidad, sino por las primeras gotas de orina que asomaban sobre el pijama y, a medio camino del país de los sueños, recordó que odiaba que le llamaran Ramón.

Se había agotado el tiempo extra que concedían las necesidades fisiológicas, en elegante, se estaba meando y con la mirada enclavada al frente para evitar encontrar algo a su espalda, se encaminó al baño presuroso y aterrado.

Tomó posesión del excusado, pero dada la apremiante situación, la puerta quedó entornada. Era vieja, de madera y pesada, imposible de mover para un ventarrón cualquiera y, sin embargo, se abrió. El chismoso rechinido lo devolvió a la realidad de ensueño de golpe y porrazo, esta vez con los ojos abiertos como platos. Giró la cabeza al ritmo que la entrada se ensanchaba: lento como una agonía injusta.

A lo lejos y entre las sombras de su hogar, atisbó el movimiento de una larguirucha lengua colorada, jadeante y al acecho como una cobra. Sin descubrirlo del todo a causa de las tinieblas, supo que el minotauro de sus delirios lo había cogido como al mítico Tigre de Santa Julia.

-Bienvenido de vuelta a la tierra donde los temores son la realidad... no se hacen.

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