El techo de cristal
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Justo se había cumplido una década desde que Gonzalo Alba había comenzado a despachar como mandamás en la Departamento Gubernamental Contra la Corrupción. A pesar de que las leyes estipulaban una permanencia máxima de seis años en el cargo, sus cuaterroñas del congreso se las habían ingeniado para manosear la ley y dejarlo a perpetuidad, pues en actitud invidente, fungía como alcahuete de sus tropelías con cargo al erario. Con ello sepultó sus lejanos y juveniles sueños húmedos de consagrarse como ingeniero en el sector automotriz y comprar una cuadra de caballos para charrería con los cuales jinetear el tedio de los domingos.
Su aspecto bonachón y desalineado rompía con los estereotipos de los burócratas de cenáculo con los que compartía diariamente la oficina, empero, le confería la jovialidad que sus ideas le restaban cuando abría la boca involuntariamente. A pesar de esta maloliente verdad, sus patricios valedores lo mantenían en el puesto por considerar que el atuendo falazmente universitario le otorgaba credibilidad para mantenerse en el empleo a través de credenciales académicas para las cuales su capacidad intelectual no carburaría ni a empellones.
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Además, esta novísima percha lo hizo emparentar con el público joven cuando -intentando darle prestigio catedrático- comenzó a impartir una aburridísima cátedra sobre democracia en la universidad pública. Sarta de ingenuos idealistas trágicos, moderarían sus insolentes berridos si supieran que la existencia de ese idilio republicano que tanto anhelan echaría abajo todo el sacrosanto sistema que nos heredó la mil veces heroica revolución, se jactaba iracundo hacia sus entrañas cuando algún pelagatos ponía en duda los dogmas de bronce que recitaba como credo político.
Pero ni el gravoso traje con tenis, los blazers a cuadros o el pelo en desorden le confirieron la potencia de ligue que ganó cuando llegó a la cúpula del poder como el ombudsman de los mano larga. Si antes no agarraba ni fiado, ahora se daba el lujo de estratificar según el flácido y rupestre estereotipo de belleza bajo el cual radiografiaba a todas las mujeres que conocía con intenciones superficialmente lúbricas.
Por razones de efectividad, se implantó la norma draconiana de no hablar del fiasco matrimonial que arrastraba desde hacía muy poco durante sus cortejos, pues su talón de Aquiles había quedado sumido en el fango de la alcoba junto con el apiñado traje de charro que portó en las elegantes nupcias. Temía que el chisme corriera, pues la socialización de este rumor le colgaría el sambenito de un amante malo, precoz y de poco alcance, perpetuamente obligado a apoquinar en efectivo lo que quedaba a deber sobre las sábanas.
A fuerza de pasearse por los pasillos de la universidad y en eventos públicos donde sobraban becarias en calidad cinegética, entabló romance con una rubia quince años menor y capacidad de gasto superior a lo que podría obtener como trabajadora de medio tiempo en cualquier changarro de medio pelo.
Su dorado trofeo le daba un relumbrón tan cegador que gracias a ella logró olvidarse en un santiamén de Ventura, un fracaso más guardo que el matrimonio muerto por inanición carnal del cual intentaba escabullir en cada brevísimo acostón.
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A la mujer con la fortuna en el nombre la había conocido en una fiesta de coperacha, compartieron la misma mesa por tener amigos en común y, a medida que empinaba el codo, incrementaba la atracción por sus caderas de infarto, delatadas por la brevísima y translúcida blusa ombliguera que matizaba una sugerente figura guitarresca.
El conato de cortejo resultó estéril y fue más lacónico que él en la cama, por lo cual procuraba evitar el tema a toda costa, ya que la sola mención del descalabro donjuanesco le hervía la sangre a punto de ebullición. Le parecía el colmo sentirse disminuido gracias al desprecio de una sensual piel canela que no se dejó amedrentar cuando cortó el cartucho de los cañonazos de la nómina, paradójicamente, su atractivo de fuste.
El repudio amoroso que lo atragantó mandó al archivo muerto al ateo de ocasión que se jactaba de ser, toda vez que se arrepentía de haberle tirado los perros a esa presunta sibarita del mal gusto con el beneplácito de una afrodita contemplativa. Aquellos días, además de rezarle fervoroso al patrón de las causas difíciles, San Juditas Tadeo, envidió como nunca a los católicos, no sólo por acudir a un culto gratuito, sino por rayar llanta en un vehículo ligero para expiar las culpas a través de la confesión sacerdotal. A pesar de ser consciente que eso tenía el mismo efecto que negarlas o reprimirlas, decirlas le parecía un mecanismo legítimo de absolución.
Los alcances del rechazo no fueron a tiro de piedra, pues sus consecuencias resultaban insondables -incluso- para el ingenuo aspirante a vaquero de poca monta que un día fue. Ejemplo de ello es que el home run que conectó Ventura al batearlo devino en un falso racismo que argumentaba a través de postulados manoseados que no admitían cuestionamientos, pues la única fuente académica en la cual abrevaba eran Tiktoks de zopencos que de Nietzsche sólo sabían a ciencia cierta sobre sus jaquecas y el tupido mostacho con el cual lo retrataban. Sus complejos y estereotipos se volvieron la doctrina de los jurisprudentes en ciernes.
Incapaz de mirar la melanina en el propio ojo, vituperaba en público a la fémina quien no le tomó las incontables llamadas a pesar de verse asediada a través todos los flancos por un intenso erotómano vendedor de humo que no escatimaba en quemarle incienso en cada mensaje con una retórica llena de pútrida hojarasca.
“Ándale, Venturita, vamos por unas chelas cuando salgas de la chamba, el zar anticorrupción invita.
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No te vas a arrepentir y hasta te voy a dar cátedra sin cobrar... bueno, económicamente, en especie se cuece por aparte.
Mira, el alumnado tiene que pagar por escuchar mi sapiencia diariamente, incluso, hacen cola a principios de semestre para apuntarse en mi grupo. Cuántas universitarias no darían de sí por estar en edad de merecer y recibir las invitaciones que te extiende tu servilleta”.
Nada funcionó. La cortejada era a prueba de balas y Gonzalo de pocas luces para entender una negativa. Al fin, con los remanentes del orgullo entre las patas, emprendió la retirada de los cobardes corrompiendo el octavo mandamiento: no darás falso testimonio.
Cómo es posible que esa trigueña me haya mandado a tomar por saco, pa’ mí que los rumores son ciertos y es machorra porque ¿quién se anima a pasar de este muñeco sin ser tortilla declarada? cavilaba angustiado y con el ego derramado en la entrepierna en la búsqueda desesperada de un motivo que lo exculpara del resbalón seductor.
Sólo había una salida, mostrarle de lo que se había perdido. Echarle en cara la oportunidad que tuvo entre sus alargadas manos y decidió tirar por la borda. Hay trenes que no pasan dos veces, mi amor, y tú dejaste ir el expreso al jardín del Edén, musitaba irascible para sí.
El paso del tiempo hizo lo suyo y le redujo los niveles de bilis, por lo cual cada vez eran menos frecuentes los episodios en que montaba en cólera a causa de sus mal gestionados tropiezos amorosos. Aunado a ello, tenía que ocuparse de su nuevo juguetito connubial que, además de caro e insaciable, era celoso de la cartera manceba.
Facilota hasta para acostumbrarse a los lujos ajenos, le pidió al apologético de la honestidad estatal que la cena de aniversario fuera en el restaurante Tres Cubiertos, un local en la zona alta de la ciudad donde se servían platillos típicos de la cocina mexicana y que era frecuentado con el jetset que pagaba precios desorbitantes más por la seguridad de no ser agarrados con el segundo frente que por los alimentos deglutidos. Sin imaginarlo, la vida es caprichosa y esa noche sería de sorpresas.
Después de brindar y devorar con parsimonia la sabrosa entrada, discada de vísceras de res con guacamole, vino el plato fuerte para el funcionario: por el umbral del elegante recinto se aproximaban a paso seguro las figuras de Ventura y María Elena, su ex esposa, tomadas de la mano. Les asignaron una discreta mesa junto al ventanal y, antes de ordenar, se fundieron en un ardiente e insoslayable beso de quien encontró un mejor camino a fuerza de equivocarse.
Sumergido en el asiento de la desventura crónica, Gonzalo se supo un príapo impotente y empeñado en sacar del closet a quien hace mucho tiempo había roto el techo de cristal y no iba a cicatear recursos para volar lejos de su jaula de oro.